viernes, 6 de abril de 2007

Es difícil aprender la lección de la tolerancia que permite decir con honestidad que se respeta lo que los demás han pensado y decidido, nos ataña o no, sobre todo si nos atañe. Yo al menos soy muy aficionado, excesivamente aficionado, ahora que lo pienso, a opinar respecto de lo que los demás deciden o de cómo piensan resolver sus problemas. ¿Y si se equivocan? Pues mira, tienen derecho.

Hay, por ser fiesta, un silencio desconcertante, a que acompaña una mirada del sol hasta ahora esquivo de abril, y como es findesemanalargo de vacaciones de semana santa, la gente anda por la calle enfrascada en hacer fotografías de los rincones que le parecen a cada aficionado pintorescos. Hay rincones donde puedes apostar que se pararán y harán por lo menos tres o cuatro fotografías. Ahora parece que ni cuestan ni gastan. ¿Quién iba a decir a los inventores que almacenaríamos las fotos en discos duros? Una generación, que es la mía, pasó del daguerrotipo a las compactas y del papel especial a la fotocopìa en color, lograda por arte de magia. Me propongo usar el día para enfrascarme en un nuevo caso del comisario Brunetti, que trabaja a su modo en Venecia. Venecia, repito, es la más bella ciudad que conozco, pero también insisto en que puede que no exista, que no sea más que un sueño perdido entre la niebla, un recuerdo de algún veneciano dormido hace siglos. -

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