En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
lunes, 30 de abril de 2007
Tres ocas, un cormorán y el mirlo, que todos tuercen las cabezas para mirarnos, al Bond, que es el perro, y a mí, que soy el que va al otro extremo de la correa. Las tres ocas, cuando se meten en el agua del río, transparente porque lo veo yo, mudable porque lo dijo Heráclito, implícito en aquello que seguramente no dijo exactamente así, pero como está en las enciclopedias y las historias de la filosofía, es como si lo hubiera dicho, ya saben, lo de que nadie puede bañarse dos veces en el mismo río, las tres ocas, digo, van en fila, supongo que siempre por el mismo orden, como unidades bien entrenadas de una escuadra; el cormorán está a lo suyo: trucha que advierte con el rabillo ágil del ojo y allá va, como un torpedo, por ella; el mirlo anda inquieto, o no tiene mirla o no acaba de concebir los mirlos porque se le ve desasosegado, incluso apeado de la rama usual del árbol que prefiere para sus escalas musicales y posado en una peña del río, con el pico húmedo de pinchar, seguramente, la flor del alba. El perro se empeña en acercarse al borde, yo que no. Esta pasado invierno ya se me cayó al río, por esa manía que tiene de irse hasta el borde mismo y allí levantar la pata y marcar su territorio hasta el confín, el finisterre del cauce. No le pasó nada. Me miraba atónito como si preguntase. ¿y ahora qué?. Tuve que irle hablando por el ribazo, hasta la rampa antigua por la que bajaban a lavar las lavanderas. Ya no hay lavanderas. Especie extinguida por las lavadoras automáticas. Las máquinas nos echan de todas partes y hasta algunas puede que lo hagan todo mejor, pero no lavan como las lavanderas, que luego, las sábanas blancas, las ponían al sol sobre el pedrero del llerón del río, como haciéndole señales al sol, tentándole de aterrizar, a última hora de la tarde, cuando dan pasadas las golondrinas a beber minúsculos sorbitos de agua viva y cantarina. Las lavanderas cantaban a coro y llevaban el compás golpeando los lavaderos de madera, sus “tumbaítos de lavar la ropa” de la vieja canción. El agua les hacía, al pasar, el contracanto.
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