Ahora es frecuente que la música
baje a la calle peatonal,
entre amas de casa presurosas,
jóvenes ejecutivos vestidos de gris,
médicos cansados,
letrados
obsesionados,
el vagabundo entredormido junto a la funda de su violín,
en que duerme, con un ojo abierto
su perro
mestizo.
Ahora es frecuente que la música convierta
la calle peatonal
en la parte de atrás de la pantalla transparente de aquellos cines de barrio,
que ya no existen,
en que por dos pesetas
-que tampoco existen-
podías disfrutar del glorioso modo de vida americano,
que excluye lo feo,
lo estúpido,
lo verdaderamente real.
Ahora, la calle
es como un escenario
por el que pasa una interminable retahíla de personas
que solo el buen padre Dios sabe donde van,
seguidas de sus ángeles,
que al escuchar la música sonríen.
1 comentario:
Leía el otro día lo de aquel violinista excelente que se puso a tocar en el metro de Nueva York sin que apenas se detuviera gente a escucharlo. Leo hoy un experimento similar en el de Bilbao, con un resultado similar.
La ciudad parece un hormiguero, una cazuela que hierve, pero se ignoran unos a otros como si vivieran en una ciudad fantasma.
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