miércoles, 31 de marzo de 2010

Pasa hoy el viento con prisa, apenas
da tiempo a escuchar el mensaje que con tanta prisa
lleva a nadie sabe dónde. O a lo mejor
hay alguien que sabe
adonde lleva, cada día, su carta de amor,
o un recado triste,
o la reclamación de una deuda impagada,
esta viento tenaz,
implacable.

Me quedo en la ventana, atento,
pero nada,
hoy ni dice poemas, ni cuenta
cuentos del mundo feérico,
hoy es un viento joven, primaveral,
que alzaría las sayas de las mozas núbiles
si aún las llevaran, pero tiene
que limitarse a jugar con sus piernas
todavía frágiles, esbeltas.

Todo es joven, hoy,
menos mi escepticismo, que se hace más hondo,
me convierte la esperanza,
aquella barca velera que fue,
en roca anclada,
inmóvil,
sombra de la espuma,
rompeolas.

lunes, 29 de marzo de 2010

Mis palabras,
cenizas, hoy, de sueños,
que un día soñé, cuando aún no sabía
soñar, y pensaba
que la vida
era la búsqueda del archipiélago, la isla,
la cueva, por fin, del tesoro
del pirata olvidado.

Mis palabras,
más hermosas.

Ahora, que el camino de vivir
me ha enseñado tanto sobre el amor y la muerte:
que vivir
consiste en irse quemando, entregando,
humo por fin,
al vacío inmenso del cielo.

Palabras,
cometas de colores,
todavía sujetas al hilo del instinto de vivir.

Que, poco a poco
siento que se convierte en anhelo
de libertad,
de vuelo,
de decir,
como última palabra del camino
de toda una vida,
que te quiero.

sábado, 27 de marzo de 2010

Desde esta soledad de la mañana
que se anuncia
con espuma de luz,
siento latir bajo mis pies la tierra,
oigo
ruido de estrellas que pasan,
con la mar, allá lejos,
estremecido hoy de viento,
es como si aún sonara,
mientras decide el sol si echar una mirada,
inventar los colores,
el eco
de la voz de el buen padre Dios
acabando su obra de crearnos,
precisamente aquí,
en esta esquina indecisa del amanecer,
y de toda la inmensa multitud
que todavía duerme,
no se si habrá alguien más
no se si todavía o ya despierto
que comparta conmigo el inmenso dolor
de esta hermosa esperanza de vivir.

viernes, 26 de marzo de 2010

En medio de la noche,
despierto,
me abruma
un torbellino de pensamientos luminosos,
confusos,
a la vez,
que han roto las cadenas del insomnio. Esa tremenda
monstruosa contrafigura
de un ser
indescriptible
por la belleza de su horror. Ahora
vaga, habitación arriba y abajo,
eh, tú –me dice, y me señala
con su dedo índice de cepa de viñedo-,
eh,
despierta, miserable
-me llama, me siento, soy
miserable
dentro de los ojos con que me mira el insomnio,
¿o es tal vez el sueño
este delirio onírico
que me recobra para la adolescencia?-,
de repente, soy de nuevo yo,
a mis años turbios.
Creo que no dejamos de ser nunca los que fuimos,
ni siquiera ahora mismo,
cuando la serenidad de haber vivido
recompone aquellos sueños,
recuerdos
ahora mismo,
que no se si tengo,
sueño
o miro ya
desde el otro lado del espejo.

jueves, 25 de marzo de 2010

Hace muchos, todavía contables, pero muchos años, soñábamos con recorrer a pie el mundo, pero no nos dejaron ir. Era otro tiempo. No es como ahora, que vamos y venimos, una y otra vez, llueve que te lloverás, como si la primavera hubiese llegado contaminada todavía con el ramalazo del invierno recién acabado, una especie, tal vez, de la gripe que empezó siendo de los cerdos y acabó en el alfabeto, con los almacenes de algún que otro señor ministro llenos de vacunas, por si tuviésemos poco con la crisis económica y el sueldo de los señores controladores, la corrupción de los señoritos y la indignación siempre de las masas, la rebelión –dijo Ortega- de las masas. A las masas no les cabe en la cabeza, no pueden remediar la ira que les produce eso de que quien disfrute de tanto, para rebabas, trinque, además, si ha lugar. Uno recuerda aquel dicho famoso de que: miuste, amo, a min no me dea mucho, a min póngame vuesarcé donde lo haiga. Viajo, voy, vengo, escucho más que hablo, pero aún así hablo demasiado. Mejor es el callar y estarse aprendiendo. ¡Hay que ver lo que sabe la gente! De una pieza, nos quedamos los paletos cuando nos corrigen el paso, el decir y el pensar. Siempre que vuelvo de ese caos de la capital, donde nunca se podrá llegar a nado, salvo que inventemos un sistema de funcionamiento de los casos y de las cosas consistente en que manden muchos y curren los robots, por lo menos hasta que, percatados de la injusticia del asunto, decidan apuntarse, ellos también, a la rebelión de las masas. Vuelvo convencido de la razón que tenía quien dijo del acierto de seguir la escondida senda. Por lo menos, con esto que pensamos los menos dotados, o más ingenuos, o incluso hasta pueriles, nos vamos arreglando en el estrecho ámbito por cuyas encrucijadas y vericuetos vamos persiguiendo el conocimiento de lo que es posible alcanzar meditando en calma sobre el recuerdo de las páginas recién leídas, tibias en la memoria, llenas de sugerencias y matices que en tráfago de la gran ciudad se llevan el ruido y la furia.

lunes, 22 de marzo de 2010

Redimensionar las sensaciones que los sentidos habrán transmitido sobrecogedoras a las neuronas cuando el hombre empezó a serlo, descubrió un día olvidado hace tal vez milenios su capacidad de pensar, valorar, razonar sobre unas noticias que llegaban seguramente atropelladas, sobre todo las primeras, a un desentrenado cerebro. Y civilizarnos, en la escasa medida hasta ahora lograda, debió consistir en gran parte en redimensionar, reducir a su tamaño real cada composición cromática, cada sonido, el prodigio del tacto, que puede ser casi a la vez investigación y caricia, descubrimiento y sorpresa. Lo digo porque sin nombre, mi perrita nueva, de aguas, blanca como la nieve sucia, lo va descubriendo todo, vivo o aparentemente inerte, y se sorprende, imita a veces, si la sorpresa es pata ella mayúscula, el ladrido de una perra grande, más atiplado que el del macho, por lo menos por ahora, y si bien no costa que los perros piensen, ni siquiera cuando son perspicaces perritas curiosas, se me ocurre que tampoco el primer hombre consciente de su capacidad de pensar debía estar muy orientado y también debió andar hociqueando contra la dura realidad.

-Hablaste –me recuerdo alarmado- de escasa civilización. Deberías explicarlo, ¿no crees?.
-Debería, tal vez, pero no me considero muy capaz. Salvo por esta evidencia que resulta de la violencia nuestra de cada día. ¿Puede considerarse civilizado un ser mientras no se olvide de la violencia, del vicio o la perversión de matar a sus semejantes o de herirlos, de palabra o de obra?

Una de las enseñanzas calladas de los perros en general, por lo menos de los perros caseros y bien tratados, los que no se encogen al escuchar una voz o al ver un bastón, consiste en su incapacidad de guardar rencor a su amo. Los corriges, a veces airados, a veces sin darte cuenta de que no son más que perros, y en seguida acuden a cualquier llamada tuya, meneando el rabo y dispuestos a reanudar la buena amistad que habíamos roto con él, de modo para él tan incomprensible desde su perspectiva de perro, que le lleva con gran indignación por nuestra parte, inexplicable para el pobre animal, a echarle el diente al trozo de carne que habíamos dejado sobre la mesa para ir en busca de sartenes o ingredientes para cocinarlo.

domingo, 21 de marzo de 2010

-¿Te sientes …?
-Si; a veces, como creo que todos, me siento solo. Somos insulares. No se conocen, que yo sepa, casos de ósmosis intrapersonal humana. Nos pegamos, cuando más nos queremos, unos a otros, como si intentásemos penetrarnos, poro por poro, para intentar no sé si conocernos o poseernos.

-Porque amar …
-Es un verbo transitivo, el más de todos. Amar es entregarse de tal modo que uno se sienta capaz de hacer casi cualquier cosa –Hay que ser sincero, porque la ceguera teórica del amor, se detiene a veces ante un obstáculo particularmente difícil; por eso el “casi”- para conseguir una sensación de felicidad de la persona amada.

-Y eso, entonces, de “tenerte” …
-Eso es cosa diferente. No es amor de verdad, sino coleccionismo, si quieres elevado a una alta potencia, de algún modo sublimado o sublimizado, por lo menos subjetivamente. Crees que estás enamorado, pero no es eso, sino que deseas tener a la otra persona y disponer de ella. El amor no prefiere disponer de alguien, sino ofrecerle a la otra persona la libertad de sentirse completa, o realizada, o como prefieras decirlo.

-Te gustaría, entonces, conocer los pensamientos …
-No. La telepatía nos destruiría. Podemos convivir en la medida en que podamos ocultarnos algo, unos a otros. En la medida en que podamos estar a veces solos o podamos confiar tanto que le contemos a la persona amada algunas, pero no todas, nuestras intimidades. Tiene que haber un espacio donde podamos ocultar esas sumas vergüenzas que de modo especial nos humillan. La gente no puede compartirse recíprocamente más que hasta cierta medida. Muy amplia y cuanto más mejor, pero sin llegar hasta ese último reducto donde la carne viva no se sabe si es tal o principio de lo que ha de morir para que sobrevivamos más allá de la muerte en que el amor definitivamente consiste al suponer acabarse como un aroma o el canto del cisne que dejan en la otra persona la sensación de caricia más íntima.

sábado, 20 de marzo de 2010

Con pocos medios, se puede ahora hacer una historia elemental de las cosas más recientes. Una familia pasa medio centenar de fotografías y pinta el boceto de su historia. Quedan, desde luego, muchas de las cosas más importantes sin decir. Como la serie de los días grises, aparentemente iguales, que pienso que son los que sostienen, sin embargo, el conjunto de los días radiantes, que son los fotografiados con mayor frecuencia, y ahora, mientras pasan las imágenes, añadidos de unas gotas de humor y cierta dosis de fantasía. La historia ha sido contada, cuando acaba la serie, a pesar de todo. Puesto que los protagonistas, que son los que la contaron, están ahí y son nuestros amigos. Si no lo fueran, es probable que no hubiésemos permanecido escuchando, mirando. Si no atentos, por lo menos cortésmente atentos. Un tiempo para cosa: para vivir, para contar lo que se ha vivido, que es un modo de mover las brasas para que se renueve el fuego de la nostalgia. La nostalgia tiene por lo menos un componente de la energía que necesitaremos mañana, si aún estamos vivos, para tratar de seguir viviendo por encima del nivel de la supervivencia. Sobrevive quien está todavía ahí, pero ha olvidado ya el futuro. Vive quien recuerda el futuro y por eso imagina modos de irlo recibiendo, trabajando en el alfar, convirtiendo en otra serie de fotografías que alguien recorrerá otro día parecido a este de hoy

miércoles, 17 de marzo de 2010

Hay gente, mucha, en este preciso momento, pasando hambre y pasando guerra, mucha gente. El mundo esta poblado por mucha más gente que sufre que por gente apaciguada por lo que ha logrado, supone que gracias a su esfuerzo. Pero casi seguro que hay mucha gente en el mundo, en este preciso momento, ya lo he dicho, que se ha esforzado tanto o más que nosotros, pero tuvo la desgracia de nacer en un lugar diferente y de ese lugar, en que podría vivir pacífica y sosegadamente, tal y como ahora mismo estamos viviendo nosotros y sin embargo se ha visto alcanzada por el hambre, la guerra, el miedo, la desolación.

Leo con profundo desasosiego a Kapuscinski, el libro que leo se llama “Cristo con un fusil al hombro”. Hay en el mundo, el estrecho mundo de Oriente Medio, toda una multitud afligida por la guerra, el destierro, la desesperación, la necesidad, el odio y el hambre. Tenían sus pequeñas cosas, unas pertenencias escasas, apenas tierra, pero su hogar, llegaron la guerra, la violencia y el odio y ahora al parecer, leo que nadie tiene la seguridad de que en el instante inmediato siguiente no va a estallar algún artefacto, no le va a alcanzar una bala o un cascote, metralla de una bomba o una ráfaga de ametralladora invisible. Y todo en un paisaje de apariencia bucólica, apacible.

Misteriosa vida, ésta que vivimos a la vez y en muchos casos por pura casualidad con tantas y tan evidentes diferencias los que disfrutamos del privilegio de haber nacido en un lugar y los que padecen el infortunio de haber venido al mundo en otro desde que la técnica ahora mismo nos permite llegar hasta aquél en horas o tal vez menos.

Todos tan capaces y tan preparados para entendernos y sin que al parecer sea posible, tal vez porque utilizamos al revés las palabras.

Asusta.
El pueblo es pequeño, con aire de ciudad, pero pequeño, apto para llegar a tener unos diez mil habitantes, pero poblado en este momento histórico, de su pequeña historia casi insignificante, pero remedo, en su tamaño, de la historia grande, por unos cuatro o cinco mil, tal vez cinco mil y pico. Está en un hondón, valle de torrentera que apenas lleva agua, salvo en días de lluvia, cuando, si son muchos o llueve con cierta abundancia, que, si es grande, lo desborda con gran susto de la gente. Para mí, el pueblo, en sus inicios, no fue más que un refugio de pescadores más o menos nómadas, permanentemente alerta por si los bárbaros del norte hacían una de sus frecuentes incursiones en busca de mujeres y esclavos, alimentos, aguada y de haber oro o plata, lo que se terciase. En la Edad Media, un rey previsor le dio fuero de realengo copiado de otro ajeno, mesetario, y lo consagró, sin normas urbanísticas, como sitio escrito en los mapas y en ellos más o menos acertadamente colocado. Ya digo, es pequeño, ocupa poca tierra, en la salida del valle y las casas se han ido alineando en él, arremolinadas en el centro y trepando por ambas laderas como si mirasen unas por encima del hombro de las otras hacia abajo, hacia el regato habitual. Por lo dicho, el pueblo no tiene espacio para dar largos paseos, y menos paseos aconsejables a los cardiópatas, puesto que a nada que se camine, el sendero, la calle o la caleya, se convierten en abruptas cuestas arriba, hacia apostaderos desde donde mirar el estrecho paisaje urbano o cada vez más tierra alrededor, cerrada allá al fondo por las primeras suaves estribaciones de una sierra. Sólo hacia el norte, está abierto, como una tentación permanente, el horizonte de la mar. Sales de casa, vas siguiendo el lindero encauzado del riachuelo, hoy simple regato con apenas un sorbo de agua, y, a lo largo de un inestable acantilado sombrío, puedes llegar a un asiento al sol desde que mirar con avidez el horizonte. Cuantos vivimos en un valle, tenemos siempre avidez de horizonte abierto. Y más cuando como ocurre en este caso, el horizonte permite imaginar más espacio, territorios desconocidos, puertos y playas lejanos, de que, cualquiera que haya vivido cerca de un puerto de mar, ha oído contar maravillosas leyendas y descripciones tentadoras. He hecho tres cosas: tiré a la basura el libro que estaba leyendo; fui a la librería y me compré tres libros, a cual más tentador, cuyas primeras páginas, tras de hojeadas y ojeadas, me han llenado de ilusionada esperanza y admirada curiosidad, y por fin, he cargado con mi bolsa a lo largo del río, llegado hasta este bancal de piedra, frente al horizonte y estoy, de momento, lavando los residuos del bodrio anterior, antes de iniciar el banquete de los libros nuevos, dos novelas y una colección de ensayos. Para ello, aquí, entre sol y sombra de la cola del invierno, dejo que la imaginación embarque y vaya más allá de la línea ahora mismo brumosa, difuminada, del horizonte aproximado por la neblina. Si no una novela, me contaré un breve cuento, conoceré a algún personaje inexistente, que podría encontrar en cualquier playa imaginaria del otro lado de la mar.
Cada vez son menos los libros que merece la pena leer y más numerosos y sugestivos los anuncios que una habilidosa publicidad hace de ellos. Es casi ofensiva la banalidad de algún autor, macho o hembra, no especifico para no dar pistas, que al fin y al cabo nada tengo contra este ejemplar, salvo que el editor me haya engañado publicándole este esperpento narrativo tan monótono como improbable, que aprovecha su autor o autora para poner de manifiesto la escasa enjundia de su propio acervo ideológico. Es curioso que alguien sea capaz de escribir y publicar como novela algo que, carente de argumento, se halle además desprovisto de personajes medianamente identificables como tales y no tenga valor literario alguno desde el punto de vista siquiera de la forma.

-No será tan malo –me dije yo a mí mismo el primer día-, será cosa de tu estado de ánimo.

Y lo dejé reposar, pero no. No era una primera impresión. Es uno de esos libros que es como un tonto redondo –tuve un amigo que me definió una vez los tontos redondos: son esos que no hay por dónde cogerlos-, no hay tampoco por dónde cogerlo, como no sea, con los debidos miramientos, para tirarlo a la papelera, a la piscina, al fuego purificador.

martes, 16 de marzo de 2010

No merece la pena esforzarse demasiado en tratar de entender a los políticos. Lo suyo no es para que nadie lo entienda, sino para resistir siempre un poco más. Ganar tiempo. La gente se cansa incluso de pedir cuentas. No es cierto el viejo refrán cuando dice que no hay deuda que no se pague. Para no pagar, lo único que procede es aguantar, prometer, acreditar una supuesta buena intención de momento imposible. Hay no se fía, escribió aquel avispado comerciante, mañana, sí. Mañana es siempre mañana y hoy es siempre hoy. Buenas palabras hay que tenerlas siempre para el acreedor. Prometer, aseguraba aquel viejo astuto, no empobrece; es dar, lo que aniquila. El cielo del político es un, ya sea dulce, ya amargo, far niente. No hacer. La quietud del nirvana o del tao, pero iluminada por su augusta presencia. Un político debe ser augusto, como César, y mantener a su oposición del otro lado del río, donde pueda gritar sin ocasionarle molestia. Tuve un amigo escocés, podría haber sido asturiano, que decía que el sonido de las gaitas, que el escocés llamaba cornamusas, ganaba con la distancia y desde donde resulta siempre realmente exquisito es desde el otro lado del río. Nuestras vidas son los ríos –opinó el poeta-, pero a los políticos lo que les gusta ser es puentes. Desde aquella afortunada frase de Heráclito, consta que el río pasa constantemente, el puente se está quieto, lo mira, mira, se refleja en él, como Narciso. Los políticos son narcisistas. Se advierte cuando salen los carteles electorales y cuelgan a los políticos, pero no de los palos del barco, como se hacía con los piratas de mala ventura, sino de las farolas a que se abrazan con ese afán de abrazar que tienen siempre los políticos, y algunos, como son miopes, se abrazan, por si acaso, hasta de las farolas, con la mayor efusividad: vótame y te daré el oro, el moro, mañana una gabela, o una sinecura a tu medida, y, en su día, una pensión, más o menos exigua, pero pensión al fin y al cabo. Como pensión es verbo, es decir, palabra, con varios significados, también es aplicable al caótico colegio no sé si mayor o menor, que fue la casa de la Troya, donde estudiar no consta si se estudiaba, pero los más tunos de los estudiantes lo pasaban en grande, como algunos políticos. Lo malo es que aquello lo financiaban los giros del sufrido padre –me acuerdo de aquel viejo amigo que le sacó, para ir aquel verano al campamento de la Milicia, a su ingenuo padre, una pasta gansa para pagar el rifle y el caballo de que supuestamente debería proveerse- y esto nos va a costar los cuartos a nosotros, incluidas dietas y gastos menudos.

lunes, 15 de marzo de 2010

Cuando todo haya dejado de ser como era
es probable que te hayas hecho viejo.
Fingirán, cuando hablas como antes,
una cortés atención. Mira éste
-se dirán-
es curioso lo que opina. Debe ser
cosa de alguna locura, que confunde
este mundo con otro, de sus sueños,
que le han sorbido el seso sus lecturas
del tiempo
de Maricastaña.
Y si,
por malaventura,
vives demasiado tiempo aún,
procurarán dejarte abandonado, en la solana,
no vayas a coger frío y dar más lata,
para que cuentes las nubes que pasan,
te confundan
las noches y los días,
la soledad y el silencio.
No tendrás más compañía
que la del buen padre Dios,
inimaginable,
y tus recuerdos,
que llegará un momento en que no sepas
si fueron, de verdad, algún día como te los cuenta
tu envejecida memoria
o ni siquiera fueron más que vagos anhelos
de juventud,
humo
de aquellos
hermosos
proyectos que tuviste
para ir sobreviviendo hasta ahora mismo,
cuando ya has perdido, tal vez para siempre
y que esto sea
la eternidad,
la noción
de aquella mentira que llamaban tiempo.
Retorna, tras de cada novedad, de cada acontecimiento, la vida a su rutina, volvemos, cada cual, al ser de nuestro ser, el pan de cada día, que permite esperar confiados en otros acontecimientos, otras novedades que sin duda ocurrirán, sin saber cómo ni cuando de antemano, porque el futuro carece de forma y de sustancia, y nosotros, cada humano, somos la herramienta que se las proporciona y convierte así lo improbable en mentira histórica. Porque lo cierto es que la historia, incluso cuando se nos trata de contar de buena fe, viene con la mentira, a veces involuntaria, de la subjetividad del narrador, incorporada. La memoria, pienso, es un depósito del material con que trabaja la imaginación, y la imaginación completa y adorna los esquemas de la memoria. Creo que si en otro mundo imaginable y desconocido hay como algunos opinan vida, podría ser diferente de la nuestra, pero asimismo consistente en un ciclo cerrado en que nada se desperdicia ni se aprovecha del todo, pero cuando se deshace se recompone con otra estructura de los mismos átomos o de sus partes aún menores. La idea de la muerte necesaria para recrear vida y viceversa.

domingo, 14 de marzo de 2010

Un día, antes de entrar del todo la mañana, que se suele tomar su tiempo, sobre todo si va a ser un día gris, cielo del color de la panza de las burras plateadas -¿cómo la madre de Platero, tal vez?-, uno de esos días, descubres, atónito, que te hiciste viejo. Cosa que a medida que examinas te parece o más triste o menos agradable, hasta que llega el momento de advertir sus ventajas, por ejemplo, que, gracias a la recarga de escepticismo, esa costra, que de algún modo te protege, descubres que ya no coincides del todo con nadie y has recuperado gran parte de la libertad primera, de cuando eras niño y podías incluso inventar caminos y soñarlos con destinos de incalculable sosiego. El sosiego es lo más próximo a la felicidad, consista ésta en lo que consista, a que yo creo que puede llegar el ser humano. Ahí, en la calma de la semisoledad, se llega a estar con la entre media docena y una docena de personas que, descontados tus incondicionales familiares más íntimos que quedan tras de apartar los que a lo largo del camino se convirtieron en peor que desconocidos, con los que puedes intercambiar incluso desacuerdos y contradicciones en la seguridad de que también ellos lo hacen con la mejor voluntad de tratar de acercarse a alguna verdad siquiera sea engañosa a través del singular e inexplicable vínculo de la amistad. Por experiencia lo has aprendido, hay personas que en cuanto te encuentras y empiezas a escuchar sabes que podrían convertirse, y de hecho algunos se convierten en amigos. Que luego los hay superficiales, intermedios, y, muy pocos, profundos, verdaderos amigos. Tuviste suerte en la vida si encuentras de estos últimos y más si logras acercarte y dicen que hay quien logra pasar del número de dedos de las manos, que en parte puede que estén para contarlos, además de servirnos de ábaco durante la niñez media, del encontronazo con los números y la sorpresa de que pueden combinarse incluso con letras para llegar a fórmulas matemáticas que parecen poemas de otro idioma más esquemático, tal vez carente de adjetivos. Hay quien encuentra un mayor rigor estético en la ausencia de adjetivos y llega a repasar sus escritos para írselos borrando y dejar la escueta comunicación, hecha mediante las palabras exactas, sin adornos ni explicaciones. La vejez, cuando llega, nos permite descubrir mayores atractivos en esos escritos que parecen resúmenes de sí mismos. No sé qué ocurrirá un poco más adelante, suponiendo que llegue allá, pero sigo prefiriendo la barroca estructura adjetivada y a veces adornada de algún esperable hipérbaton. Me permite acreditar que no estoy ya del todo con nadie y puedo en cambio entender contradicciones que antes no entendía. Que no todo es alternativamente blanco o negro. Que existen los grises, y, una vez agotados, el blanco puede descomponerse en el iris. Casi siempre deslumbrante. Como un aviso de la luz que estoy convencido que tiene que haber más allá del espejo. Donde todo será diferente e inimaginable.

sábado, 13 de marzo de 2010

La semana se ha deslizado por el desnivel nevado del tiempo como un meteórico trineo en busca de la llanura, el descanso del séptimo día, el domingo apacible de los azucarillos, el paseo de los escaparates, el tiovivo descatalogado, anacrónico, que se busca siempre sobre la llanura del mismo círculo en que se suceden los caballitos de cartón de la misma sucesión de colores. Mañana, si llega, será domingo de nuevo. Misa mayor, vermú con aceitunas rellenas de anchoas y patatitas fritas a la inglesa, escaparates, el te, chocolate y café con churros, tejeringos liberados del aguardiente matinal y salvaje, y el cine de cuando no hubo televisión y la familia se iba al cine, si venían los niños procurando que la película fuese tolerada. Domingo pequeñoburgués de capital, como mucho, de provincia alejada, independiente, o de altiva villa desmantelada por el progreso, otrora fin de jornada, economía cautiva, las quimbambas adonde cuando llegaba la noticia venía ya exánime, derrengada, out, se diría ayer, que hoy ya es otro tiempo. Pero todo eso no son más que semirecuerdos sosegados de un antaño próximo, porque todo ha cambiado desde que llegó, dicen, el modernismo y no se percatan de que llamar al hoy que se va ya de entre los dedos, modernismo, es ya un anacrónico suspiro de la primera nostalgia del tiempo que se fu. Lo moderno nunca llega, porque es cosa de mañana, que en cuanto se hace hoy ya es presente desgastado por el uso, camino del ayer de haber sido. Me dicen los periódico de hoy que no sé quién ha opinado que el amor se ensancha en el modernismo y hay más gente feliz porque se lo hace en solitario o duplicando el sexo con su pareja más íntima. Lo que se ha hecho, opino, es desgastar los ribetes de lo que era amor y dejarlo secarse, como el tabaco en el secadero, desviando el instinto hacia la esterilidad de un goce sin encarnadura posible, muerto en flor, como morían antes los solteros de ambos sexos, cuando lo hacían en olor de castidad, ya fuese deliberada, ya obligada. No es eso modernidad, que lo moderno supone hallar caminos o abrirlos cuando no hay, sino volver a los orígenes de cuando el hombre –y la mujer-, no fue bueno que estuvieran solos puesto que se completan, dos en una sola carne, cuando nace, no ya el primer hijo, sino su mera esperanza que subyace en cada acto de amor –llamo acto de amor incluso a una caricia, el roce casi casual, un beso-. -

viernes, 12 de marzo de 2010

Hoy ha muerto Miguel Delibes y todas las palabras del castellano se han puesto de luto y se han echado a llorar.

miércoles, 10 de marzo de 2010

Este era un niño que aprendió a leer, se quedó pensativo aquel mismo día, rompió su alcancía de barro, fue a una librería y compró, según pidió al librero de las gafas de culo de vaso y el pelo hirsuto, el mejor diccionario que pudiese darle por el dinero que traía.

Le dio el librero, vagamente sorprendido, uno un poco más caro, perdonándole la diferencia para preguntarle:

-Y tú ¿para qué quieres tan buen diccionario?

-Verá, señor, -respondió el niño, vacilante, con el paquete apretado contra el pecho-, me dijeron que aquí están todas las palabras conocidas, incluso las más nuevas, que casi nadie usa, y las antiguas, que casi nadie recuerda. Ahora que las tengo, escribir hermosas poesías, no es cosa más que de irlas colocando según convenga.

Echó a correr. Se fue. El librero, que no tuvo tiempo de preguntarle su nombre, desde entonces, lee con profunda curiosidad los sucesivos libros que van publicando los nuevos poetas. ¿Será éste –se pregunta-, será este otro?

lunes, 8 de marzo de 2010

Lo peor del caso, o tal vez lo bueno, según desde dónde se mire, es que no haya un territorio donde pueda vivir el grupo de los que piensan igual, pero diferente de la mayoría que pueda formarse o, como ocurre con frecuencia, trucarse en cada país. No habría bastante en la Tierra ni desecando los mares. Porque cada grupo se escindiría, cada cierto tiempo, y los que volvieran a diferenciarse, pedirían a su vez un territorio para asentar sus criterios.

Inexorablemente, tenemos que convivir con el adversario y que aprender a soportar sus criterios y decisiones, pero eso implica que el adversario, por mayoritario que sea, ha de aprender a convivir también con cualquiera de las minorías y respetar lo que piensa, defiende y publica.

Las circunstancias, que todo lo mudan, acaban por trastocar los papeles, y casi siempre, por no decir siempre, los pequeños crecen porque no tienen más remedio, como no tienen otro tampoco que decrecer los que llegan a desmesurarse, y para ese entonces no deberían conservarse cuestiones pendientes ni rencores, cosa a que contribuiría el respeto del grande cuando lo es por el pequeño, que algún día llegará a serlo y se mudarán los papeles y habrá estallado la paz cuando sea habitual el respeto recíproco.

Nada debería tener que ver el ser provisionalmente más fuerte o más numeroso con la chulería soberbia, ni la contradicción, cuando es tan razonable que no admite réplica, con el insulto o el desprestigio del adversario con quien es muy probable que se tengan que cambiar un día los papeles.

El intercambio de opiniones, concordantes o adversas, suele ser además de todo un espectáculo de extraordinaria brillantez, ocasión de enriquecimiento recíproco, tanto en los fondos como en las formas. Los abogados sabemos mucho de eso, cuando ejercemos uno de los oficios más duros y exigentes de la sociedad, enfrentando en el rigurosamente educado cauce del proceso nuestros criterios con los de otro profesional tan preparado e inteligente, y muchas veces más, que nosotros, y de aceptar después la crítica de otros que nos dan o quitan la razón de un modo y con arreglo a una reglas que al final hemos de aceptar y respetar en cada caso, con independencia de que su solución, además de vencernos, nos haya convencido o no.

domingo, 7 de marzo de 2010

Leo ensayos de Chesterton, por ejemplo, y me pregunto qué estoy haciendo aquí. Emborrono indignamente papel, desconozco olímpicamente aquel consejo de Noel Clarasó de que no se escriba cuando no se tenga algo que decir que o se haya dicho ya mejor o distraiga a otros de la posibilidad de leer cosas más importantes que las que a nosotros, a mí en este caso, se nos ocurran. Debería callarme, y no puedo, hay una energía, en que la vida consiste, que me hace escribir, aún consciente de que quien me lea está perdiéndose a cambio de mi banalidad hermosos ensayos, novelas preciosas, sorprendentes poemas.
Cualquier alborada gris, como esta de hoy, que abres la ventana y entra como un pájaro el lamento de las gaviotas y se hace ambiente de película en que se describe un puerto del norte, con su olor a nostalgias, que mueve el índice del viento, inquisitivo. Busco el periódico gordo, orondo, del domingo, hecho a piezas repartibles entre la familia, aunque falte el TBO de los niños, con sus aventuras imposibles, y me encuentro por lo menos dos homicidios a puñaladas, en uno de ellos a la víctima le asestaron dieciocho puñaladas, en otro, el homicida, hermano del muerto a puñaladas, se tira y mata por un balcón acto seguido. Dos periódicos hablan de sendos poetas muertos. Otro publica y propone mi damero y uno más, mi crucigrama preferido. Los políticos siguen alejándose, pienso que en el mundo entero, pero tal vez más aquí, de la realidad y de lo que piensa y querría la gente normal. Solo que el mundo no es normal y por eso la gente que preferiría vivir en uno que lo fuese, parece como desterrada o vagando por un desierto, mientras los anormales toman posesión de ámbitos cada vez más anchos. No hay más que fijarse en quienes “salen” en la ventanilla de la tele cuando habla de personas supuestamente importantes, se supone que influyentes y como tales, famosas. En seguida compruebas la frecuente extravagancia, en relación con lo que dicen los libros que es una persona, un simple y sencillo ser humano dotado del sentido ese que antes llamaban común y cada vez lo es menos.

Arriba, siguen las gaviotas graznando, y ahora, además, se han formado dos y hasta tres bandadas de palomas, que giran, se entrecruzan, constituyen una sola y van de un lado a otro excitadas, pastoreadas por un diligente azor.

La otra noticia del día es que, tras sus partidos de ayer, el Barcelona y el Madrid están empatados a puntos en la cabeza de la Liga.

viernes, 5 de marzo de 2010

Me pregunto si es más rey de la selva el león o lo es el elefante, y si es más noble el guepardo que el taimado cocodrilo. La nobleza, me dicen los defensores del cocodrilo –que los tiene, como las focas o los mandriles y hasta los toros de lidia- no es hereditaria. Se acredita por cada cual, durante su vida, mediante su conducta. En menudo berenjenal nos podríamos meter, si entro al trapo de este asunto, Nada menos que la nobleza hereditaria, que una parte de nuestra sociedad defiende con uñas, dientes y hasta, si a mano lo tuviera, arsenal atómico, mientras que otra parte opina que nanay. Que para merecer la consideración pública sólo está capacitado cada interesado, que tiene toda una vida –algo tan efímero por otra parte- para conseguirla. El asunto me trae tan de lado como el hecho de que en la selva merezca mayor consideración y respeto el león que el tigre o el elefante que ambos. No dejan de asombrarme polémicas como la que acaban de suscitar una vez más respecto de si corridas de toros sí o no o si deben o no ponerse las señoras pieles de animales muertos.

Con la de asignaturas que tiene la humanidad a medio redactar y dos tercios de la gente faltos de lo más imprescindible para sobrevivir, que nos perdamos en disquisiciones acerca de si sufre o no sufre el toro mientras lo acosan, pinchan, desgarran y rematan en cada plaza de toros, según unos, o, según otros, se juega con ellos en esas mismas plazas un artístico baile, que disfraza el combate a muerte entre la fuerza bruta y la exaltación estética de la razón humana, que siempre tiene, cuando es arte, su parcela de sobrehumanidad. Infrahumanidad, me corrige el vecino partidario del toro, la foca, el visón y tal vez la mantis religiosa. ¿Merecen, a su juicio, la misma protección los insectos que los mamíferos? ¿los ratones que los elefantes? ¿la mantis religiosa o la mosca tse tse que los esbardos? Tal vez me pierda el temor de que en breve se asocien los defensores del cerdo o de la ternera y disminuyan las probabilidades de consumir un buen jamón, cortado en finísimas lonchas o un filete de solomillo a la plancha, poco pasado, por favor. Me parece mucho más urgente lograr que guste cada vez menos a más gente la basura que se exhibe con tanta profusión como impudor por diversos medios, que prohibir las corridas de toros, que no son por cierto uno de mis espectáculos preferidos.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Me obsesiona la puntualidad nocturna del carro de la basura, que ahora ya no es carro, sino camión lleno de sofisticados resortes, asideros y plataformas, en que viajan sus palafreneros habituales, embadurnados como soldados en misión especial. Pasa cada día a la una de la madrugada, recién nacido, todavía ciego, el día, que abrirá los ojos con la primera luz violeta del alba. ¿O no? Nadie puede asegurar que habrá otro día más allá de cada noche. Y menos cuando el camión de la basura, carroza, ahora tintineante, de luces que se encienden y apagan mientras suena, como una cremallera que cierra la noche, el motor implacable. Llega, devora las bolsas llenas de misteriosas sobras, se traga la infinidad de los cubiertos de postre que han desaparecido ayer de cada casa y se echarán de menos mañana o pasado, cuando no haya remedio.

Cada noche suele coincidir, este camión, carroza de cenicientas imposibles, con mi crucigrama de fabricar sueño. Poco antes de su paso, refugiado en esa hendidura, la arruga que se forma entre el día muerto y su heredero, trato de resolver un crucigrama, y las neuronas, fatigadas, protestan generando un sueño, que, como una marea, me va cubriendo poco a poco. Ordeno sobre la mesa los trebejos, aparto los papeles y es entonces cuando pasa el carro de los desperdicios y los descuidos.

Después ya no sé qué pasa, porque entre los gritos ininteligibles de su escolta, me voy al mundo del sueño.

Esta noche pasada, o no sé, hace unas noches, volví a mi Colegio Mayor donde había perdido mi equipaje y la habitación. Todos los alumnos eran nuevos. No encontré a los de siempre, mis viejos amigos. Preguntaba y me miraron extrañados estos de ahora. No me dio tiempo a averiguar lo ocurrido. Desperté. ¡Qué pena! Seguro que estaban en clase o no llegaron a tiempo para que hablásemos de todo lo ocurrido desde la última vez que estuvimos allí, donde la juventud proyecta cambiar siempre un mundo que probablemente tiene que ser como es para que los jóvenes puedan seguir disfrutando, como nosotros disfrutábamos, proyectando cambiarlo.

martes, 2 de marzo de 2010

Lleva el frío, amarradas en el rabo
largo del invierno, flores de escarcha,
cristales
de espuma, estrellas de mar muertas.
Lleva el frío un látigo,
espuelas de luz y viento,
heladas notas agudas
del piano muerto
de la abuela. El frío
tiene sangre
de gaviota y de cormorán, y hay quien dice
que los ojos con que mira
son dos cristales
de hielo color naranja,
uno,
y otro de color de azufre.
El frío vive en la niebla,
pasa volando
sobre una nube,
pero baja, a veces,
nos besa –boca sin labios,
mirada de lejanías
estrelladas-
y nos deja
yertos de silencio oscuro,
mudos,
estremecidos
Podríamos echar cocodrilos al río. Por el aspecto, han de ser resistentes. Se comerían a los patos y a las ocas, incluidas esas tres que se pasean siempre juntas, presumidas. Y luego, supongo, o a la vez, a la gente que bajase a los llerones del río. Los cocodrilos, vistos desde los puentes, serían un atractivo turístico. Y, poniendo unos cartelones más donde están los que avisan de que éste es un tramo de río acotado “sin muerte”, de tal modo que trucha que pesques, trucha que debes soltar del anzuelo y devolver al agua, podrían salvar de la muerte a los cocodrilos que pudiera cazar cualquier émulo de su homónimo Dundee. Lo mismo que se sembraron osos, gamos, jabalíes, lobos y salmones, se podrían sembrar pirañas y cocodrilos, y ahora que se me ocurre, alguna que otra serpiente de cascabel, y, si acaso, una anaconda. Todos serian atractivos turísticos sin igual. Si acaso un poco molestos para los habituales moradores del entorno, pero enriquecedores de la variedad de una fauna cada vez más abundante. Si se cuenta además el creciente acopio de ejemplares fallecidos de muertes más o menos naturales, que últimamente se disputan en la costa a las gaviotas, esas limpiadoras de carroña, en cuanto quedan varados en la playa o flotan en sus aledaños. Calamares gigantes, delfines mulares, rorcuales … Ahora que la primavera empezará a invitar a salir a pasear por campo, por caleyas que se intrincan entre escayos y cotoya, la inclusión de la posibilidad de encontrarse con un bestiario disparatado ayudaría sin duda a olvidarse de las crisis habidas y por haber. Y no digo si cualquiera de tales fieras corruptas, de que ya vivíamos desacostumbrados, nos coge desprevenidos a nosotros y nos traslada desde el paraíso natural hasta las praderas del paraíso.

lunes, 1 de marzo de 2010

Mi tiempo alrededor de las letras del teclado, mis dedos saltando de una en otra para construir las palabras trabajosamente para que ellas solas, por casi milagro de la técnica, se incluyan y ordenen en la pantalla, que me ofrece su reflejo, la imagen de la parte de lo que pienso que soy capaz de transmitir, o de la parte que quiero transmitir, para que, en su caso, alguien mire y de seguro imagine que algo me habré callado, queriendo o sin querer, y por eso el espejo, como si fuese el de un cuento de hadas, mentirá siempre de modo inocente, sin querer, ya que quien puede haberle hurtado una parte del pensamiento soy yo, y si es así, mi pensamiento ya no será el que fue, sino un retazo, un jirón, tal vez una faceta engañosa de lo que en realidad podría haber sido si lo hubiera escrito completo. Suele quedársenos, consciente o subconscientemente, oculto lo que nos parece menos presentable. De la luz y la sombra en que consistimos, tratamos siempre de ofrecer la parte que nos parece más estética, y, casi siempre, la que pensamos que puede agradar más al interlocutor, y más si es un interlocutor a que por alguna razón o sinrazón apreciamos. De ahí que se nos acuse a veces de decir hoy esto y mañana lo casi o del todo contrario. Solemos defendernos con lo de que es cosa de sabios cambiar de opinión. Cosa por otra parte cierta, salvo que se demuestre, como es posible, lo contrario, confirmando así el aforismo. -
Los niños que fuimos tenemos una parte incalculable de culpa por nuestros actos de entonces, pero no debemos, creo, ni entristecernos ni enorgullecernos sino en la medida de nuestra responsabilidad de aquel tiempo. Y sin embargo, nuestra conciencia de ahora se empeña en valorar el legado de la memoria como si acabásemos de realizar ahora aquellos actos. Ya se que somos el mismo niño, como éramos en su época el mismo proyecto que ahora somos, y que se advierte a lo largo de la trayectoria vital una manera constante de afrontar o de eludir los problemas, atravesar las ocasiones y decidir en cada sucesiva encrucijada. Deduzco que en las mismas circunstancias, la persona que estamos siendo al vivir, habría reaccionado como lo hizo en cada caso, sin perjuicio de que al llegar el estadio siguiente o al desaparecer las circunstancias que concurrieron, valorásemos igual que estoy haciendo esta tarde cada acto, contemplado desde la perspectiva actual. No es posible tratar de hacer ni siquiera la falible justicia humana, aplicando a los hechos criterios de otro tiempo u otro lugar. Para valorar una conducta humana, debe quien lo pretenda hacer, incluso cuando se trata del protagonista de los hechos que han de criticarse, trasladar su ciencia y su conciencia al entonces, compuesto de tiempo, lugar y circunstancias, en que se produjeron.

Seis mil quinientos millones de personas, cada una con su trayectoria vital, el mismo tiempo, pero diferentes espacios y una variedad incalculable de estadios de civilización y de culturas, idiomas y circunstancias. Y aquí, en esta esquina. yo, según algún filósofo, diferente y esencial, por más que insignificante tesela de ese descomunal cuadro, porción infinitesimal del Universo, burbuja a su vez entre la nada y el infinito, tal vez el equilibrio que resulta de su equivalencia.
Palomas y gaviotas. Centenares de palomas y de gaviotas. Impresiona verlas entrecruzarse constantemente trazando letras, tal vez escribiendo palabras, frases, novelas, algún poema, sobre el terso papel del cielo. Bueno, no siempre tan terso. Se resiste el invierno, agarrado a su última clavija y un aparentemente blando edredón de nubes, tapa el azul donde escriben habitualmente las golondrinas, pero ahora emborronan las palomas y las gaviotas, las palomas más abajo, gregarias, arriba, casi veleras, las gaviotas, que guardan entre sí distancias y se miran, me parece, desconfiadas. Nadie las caza y lo van invadiendo todo. Hasta las viviendas abandonadas, se llenan de palomas. Las gaviotas atosigan, persiguen, pero no se atreven a acercarse a la garza, que, parecida a un flaco algo chepudo, toma el sol sobre el tejado de enfrente. No se inmuta, entre el estrepitoso revuelo de gaviotas que graznan a su alrededor.

Habrá, digo yo, expertos en leer lo que los pájaros escriben sobre el papel del cielo, sea terso y azul o rugoso y grisáceo. Supongo que serán estrofas magníficas. O a lo peor, se limitan a repetir banalidades o a decir frases sin sentido, anacolutos o disparates como esos que ahora escupen por la tele algunos energúmenos de la más variopinta catadura. Al parecer se ha abierto la veda y gente de la más variada clase y condición, pobres y ricos, elegantes y desaliñados, rivalizan en hacer y decir los mayores exabruptos, las groserías más desaforadas, en medio del regocijo de su entorno, asustando incluso a algunos presentadores desafortunados a que la explosión por lo menos fingen que sorprende por su torpeza o violencia verbal.

Curioso tiempo, éste, que no digo yo que sea nada nuevo, pero que, como en otros parecidos, ya se sabe que nihil novum sub sole, vuelve a sorprender con esta capacidad humana de que se nos caiga la delgada capa de civilización y asome en seguida por debajo la barbarie. Yo creo que es que lo somos a la vez potencialmente: bárbaros y civilizados, dependiendo de mínimas circunstancias que nos mudan, en un momento, desde la utilización de las más exquisitas maneras hasta el rugido y la dentellada.