martes, 2 de marzo de 2010

Podríamos echar cocodrilos al río. Por el aspecto, han de ser resistentes. Se comerían a los patos y a las ocas, incluidas esas tres que se pasean siempre juntas, presumidas. Y luego, supongo, o a la vez, a la gente que bajase a los llerones del río. Los cocodrilos, vistos desde los puentes, serían un atractivo turístico. Y, poniendo unos cartelones más donde están los que avisan de que éste es un tramo de río acotado “sin muerte”, de tal modo que trucha que pesques, trucha que debes soltar del anzuelo y devolver al agua, podrían salvar de la muerte a los cocodrilos que pudiera cazar cualquier émulo de su homónimo Dundee. Lo mismo que se sembraron osos, gamos, jabalíes, lobos y salmones, se podrían sembrar pirañas y cocodrilos, y ahora que se me ocurre, alguna que otra serpiente de cascabel, y, si acaso, una anaconda. Todos serian atractivos turísticos sin igual. Si acaso un poco molestos para los habituales moradores del entorno, pero enriquecedores de la variedad de una fauna cada vez más abundante. Si se cuenta además el creciente acopio de ejemplares fallecidos de muertes más o menos naturales, que últimamente se disputan en la costa a las gaviotas, esas limpiadoras de carroña, en cuanto quedan varados en la playa o flotan en sus aledaños. Calamares gigantes, delfines mulares, rorcuales … Ahora que la primavera empezará a invitar a salir a pasear por campo, por caleyas que se intrincan entre escayos y cotoya, la inclusión de la posibilidad de encontrarse con un bestiario disparatado ayudaría sin duda a olvidarse de las crisis habidas y por haber. Y no digo si cualquiera de tales fieras corruptas, de que ya vivíamos desacostumbrados, nos coge desprevenidos a nosotros y nos traslada desde el paraíso natural hasta las praderas del paraíso.

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