Este era un niño que aprendió a leer, se quedó pensativo aquel mismo día, rompió su alcancía de barro, fue a una librería y compró, según pidió al librero de las gafas de culo de vaso y el pelo hirsuto, el mejor diccionario que pudiese darle por el dinero que traía.
Le dio el librero, vagamente sorprendido, uno un poco más caro, perdonándole la diferencia para preguntarle:
-Y tú ¿para qué quieres tan buen diccionario?
-Verá, señor, -respondió el niño, vacilante, con el paquete apretado contra el pecho-, me dijeron que aquí están todas las palabras conocidas, incluso las más nuevas, que casi nadie usa, y las antiguas, que casi nadie recuerda. Ahora que las tengo, escribir hermosas poesías, no es cosa más que de irlas colocando según convenga.
Echó a correr. Se fue. El librero, que no tuvo tiempo de preguntarle su nombre, desde entonces, lee con profunda curiosidad los sucesivos libros que van publicando los nuevos poetas. ¿Será éste –se pregunta-, será este otro?
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