miércoles, 17 de marzo de 2010

Cada vez son menos los libros que merece la pena leer y más numerosos y sugestivos los anuncios que una habilidosa publicidad hace de ellos. Es casi ofensiva la banalidad de algún autor, macho o hembra, no especifico para no dar pistas, que al fin y al cabo nada tengo contra este ejemplar, salvo que el editor me haya engañado publicándole este esperpento narrativo tan monótono como improbable, que aprovecha su autor o autora para poner de manifiesto la escasa enjundia de su propio acervo ideológico. Es curioso que alguien sea capaz de escribir y publicar como novela algo que, carente de argumento, se halle además desprovisto de personajes medianamente identificables como tales y no tenga valor literario alguno desde el punto de vista siquiera de la forma.

-No será tan malo –me dije yo a mí mismo el primer día-, será cosa de tu estado de ánimo.

Y lo dejé reposar, pero no. No era una primera impresión. Es uno de esos libros que es como un tonto redondo –tuve un amigo que me definió una vez los tontos redondos: son esos que no hay por dónde cogerlos-, no hay tampoco por dónde cogerlo, como no sea, con los debidos miramientos, para tirarlo a la papelera, a la piscina, al fuego purificador.

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