domingo, 14 de marzo de 2010

Un día, antes de entrar del todo la mañana, que se suele tomar su tiempo, sobre todo si va a ser un día gris, cielo del color de la panza de las burras plateadas -¿cómo la madre de Platero, tal vez?-, uno de esos días, descubres, atónito, que te hiciste viejo. Cosa que a medida que examinas te parece o más triste o menos agradable, hasta que llega el momento de advertir sus ventajas, por ejemplo, que, gracias a la recarga de escepticismo, esa costra, que de algún modo te protege, descubres que ya no coincides del todo con nadie y has recuperado gran parte de la libertad primera, de cuando eras niño y podías incluso inventar caminos y soñarlos con destinos de incalculable sosiego. El sosiego es lo más próximo a la felicidad, consista ésta en lo que consista, a que yo creo que puede llegar el ser humano. Ahí, en la calma de la semisoledad, se llega a estar con la entre media docena y una docena de personas que, descontados tus incondicionales familiares más íntimos que quedan tras de apartar los que a lo largo del camino se convirtieron en peor que desconocidos, con los que puedes intercambiar incluso desacuerdos y contradicciones en la seguridad de que también ellos lo hacen con la mejor voluntad de tratar de acercarse a alguna verdad siquiera sea engañosa a través del singular e inexplicable vínculo de la amistad. Por experiencia lo has aprendido, hay personas que en cuanto te encuentras y empiezas a escuchar sabes que podrían convertirse, y de hecho algunos se convierten en amigos. Que luego los hay superficiales, intermedios, y, muy pocos, profundos, verdaderos amigos. Tuviste suerte en la vida si encuentras de estos últimos y más si logras acercarte y dicen que hay quien logra pasar del número de dedos de las manos, que en parte puede que estén para contarlos, además de servirnos de ábaco durante la niñez media, del encontronazo con los números y la sorpresa de que pueden combinarse incluso con letras para llegar a fórmulas matemáticas que parecen poemas de otro idioma más esquemático, tal vez carente de adjetivos. Hay quien encuentra un mayor rigor estético en la ausencia de adjetivos y llega a repasar sus escritos para írselos borrando y dejar la escueta comunicación, hecha mediante las palabras exactas, sin adornos ni explicaciones. La vejez, cuando llega, nos permite descubrir mayores atractivos en esos escritos que parecen resúmenes de sí mismos. No sé qué ocurrirá un poco más adelante, suponiendo que llegue allá, pero sigo prefiriendo la barroca estructura adjetivada y a veces adornada de algún esperable hipérbaton. Me permite acreditar que no estoy ya del todo con nadie y puedo en cambio entender contradicciones que antes no entendía. Que no todo es alternativamente blanco o negro. Que existen los grises, y, una vez agotados, el blanco puede descomponerse en el iris. Casi siempre deslumbrante. Como un aviso de la luz que estoy convencido que tiene que haber más allá del espejo. Donde todo será diferente e inimaginable.

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