lunes, 1 de marzo de 2010

Mi tiempo alrededor de las letras del teclado, mis dedos saltando de una en otra para construir las palabras trabajosamente para que ellas solas, por casi milagro de la técnica, se incluyan y ordenen en la pantalla, que me ofrece su reflejo, la imagen de la parte de lo que pienso que soy capaz de transmitir, o de la parte que quiero transmitir, para que, en su caso, alguien mire y de seguro imagine que algo me habré callado, queriendo o sin querer, y por eso el espejo, como si fuese el de un cuento de hadas, mentirá siempre de modo inocente, sin querer, ya que quien puede haberle hurtado una parte del pensamiento soy yo, y si es así, mi pensamiento ya no será el que fue, sino un retazo, un jirón, tal vez una faceta engañosa de lo que en realidad podría haber sido si lo hubiera escrito completo. Suele quedársenos, consciente o subconscientemente, oculto lo que nos parece menos presentable. De la luz y la sombra en que consistimos, tratamos siempre de ofrecer la parte que nos parece más estética, y, casi siempre, la que pensamos que puede agradar más al interlocutor, y más si es un interlocutor a que por alguna razón o sinrazón apreciamos. De ahí que se nos acuse a veces de decir hoy esto y mañana lo casi o del todo contrario. Solemos defendernos con lo de que es cosa de sabios cambiar de opinión. Cosa por otra parte cierta, salvo que se demuestre, como es posible, lo contrario, confirmando así el aforismo. -

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