lunes, 1 de marzo de 2010

Palomas y gaviotas. Centenares de palomas y de gaviotas. Impresiona verlas entrecruzarse constantemente trazando letras, tal vez escribiendo palabras, frases, novelas, algún poema, sobre el terso papel del cielo. Bueno, no siempre tan terso. Se resiste el invierno, agarrado a su última clavija y un aparentemente blando edredón de nubes, tapa el azul donde escriben habitualmente las golondrinas, pero ahora emborronan las palomas y las gaviotas, las palomas más abajo, gregarias, arriba, casi veleras, las gaviotas, que guardan entre sí distancias y se miran, me parece, desconfiadas. Nadie las caza y lo van invadiendo todo. Hasta las viviendas abandonadas, se llenan de palomas. Las gaviotas atosigan, persiguen, pero no se atreven a acercarse a la garza, que, parecida a un flaco algo chepudo, toma el sol sobre el tejado de enfrente. No se inmuta, entre el estrepitoso revuelo de gaviotas que graznan a su alrededor.

Habrá, digo yo, expertos en leer lo que los pájaros escriben sobre el papel del cielo, sea terso y azul o rugoso y grisáceo. Supongo que serán estrofas magníficas. O a lo peor, se limitan a repetir banalidades o a decir frases sin sentido, anacolutos o disparates como esos que ahora escupen por la tele algunos energúmenos de la más variopinta catadura. Al parecer se ha abierto la veda y gente de la más variada clase y condición, pobres y ricos, elegantes y desaliñados, rivalizan en hacer y decir los mayores exabruptos, las groserías más desaforadas, en medio del regocijo de su entorno, asustando incluso a algunos presentadores desafortunados a que la explosión por lo menos fingen que sorprende por su torpeza o violencia verbal.

Curioso tiempo, éste, que no digo yo que sea nada nuevo, pero que, como en otros parecidos, ya se sabe que nihil novum sub sole, vuelve a sorprender con esta capacidad humana de que se nos caiga la delgada capa de civilización y asome en seguida por debajo la barbarie. Yo creo que es que lo somos a la vez potencialmente: bárbaros y civilizados, dependiendo de mínimas circunstancias que nos mudan, en un momento, desde la utilización de las más exquisitas maneras hasta el rugido y la dentellada.

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