En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
miércoles, 17 de marzo de 2010
El pueblo es pequeño, con aire de ciudad, pero pequeño, apto para llegar a tener unos diez mil habitantes, pero poblado en este momento histórico, de su pequeña historia casi insignificante, pero remedo, en su tamaño, de la historia grande, por unos cuatro o cinco mil, tal vez cinco mil y pico. Está en un hondón, valle de torrentera que apenas lleva agua, salvo en días de lluvia, cuando, si son muchos o llueve con cierta abundancia, que, si es grande, lo desborda con gran susto de la gente. Para mí, el pueblo, en sus inicios, no fue más que un refugio de pescadores más o menos nómadas, permanentemente alerta por si los bárbaros del norte hacían una de sus frecuentes incursiones en busca de mujeres y esclavos, alimentos, aguada y de haber oro o plata, lo que se terciase. En la Edad Media, un rey previsor le dio fuero de realengo copiado de otro ajeno, mesetario, y lo consagró, sin normas urbanísticas, como sitio escrito en los mapas y en ellos más o menos acertadamente colocado. Ya digo, es pequeño, ocupa poca tierra, en la salida del valle y las casas se han ido alineando en él, arremolinadas en el centro y trepando por ambas laderas como si mirasen unas por encima del hombro de las otras hacia abajo, hacia el regato habitual. Por lo dicho, el pueblo no tiene espacio para dar largos paseos, y menos paseos aconsejables a los cardiópatas, puesto que a nada que se camine, el sendero, la calle o la caleya, se convierten en abruptas cuestas arriba, hacia apostaderos desde donde mirar el estrecho paisaje urbano o cada vez más tierra alrededor, cerrada allá al fondo por las primeras suaves estribaciones de una sierra. Sólo hacia el norte, está abierto, como una tentación permanente, el horizonte de la mar. Sales de casa, vas siguiendo el lindero encauzado del riachuelo, hoy simple regato con apenas un sorbo de agua, y, a lo largo de un inestable acantilado sombrío, puedes llegar a un asiento al sol desde que mirar con avidez el horizonte. Cuantos vivimos en un valle, tenemos siempre avidez de horizonte abierto. Y más cuando como ocurre en este caso, el horizonte permite imaginar más espacio, territorios desconocidos, puertos y playas lejanos, de que, cualquiera que haya vivido cerca de un puerto de mar, ha oído contar maravillosas leyendas y descripciones tentadoras. He hecho tres cosas: tiré a la basura el libro que estaba leyendo; fui a la librería y me compré tres libros, a cual más tentador, cuyas primeras páginas, tras de hojeadas y ojeadas, me han llenado de ilusionada esperanza y admirada curiosidad, y por fin, he cargado con mi bolsa a lo largo del río, llegado hasta este bancal de piedra, frente al horizonte y estoy, de momento, lavando los residuos del bodrio anterior, antes de iniciar el banquete de los libros nuevos, dos novelas y una colección de ensayos. Para ello, aquí, entre sol y sombra de la cola del invierno, dejo que la imaginación embarque y vaya más allá de la línea ahora mismo brumosa, difuminada, del horizonte aproximado por la neblina. Si no una novela, me contaré un breve cuento, conoceré a algún personaje inexistente, que podría encontrar en cualquier playa imaginaria del otro lado de la mar.
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