martes, 30 de junio de 2009

Ha sido para mí un descubrimiento la poesía y la prosa de una paisana como es Olvido García Valdés, de una envidiable modernidad entroncada no sólo en los clásicos, sino también en el siglo de plata de la literatura inglesa, que sitúo más o menos entre finales del siglo XIX y hasta mediados del XX. Y la culpa de esta ignorancia ha sido sin duda toda más, en cuanto esta paisana de Santianes de Pravia que vive y trabaja en la Toledo imperial ya había sido premiada con el Premio Nacional de Poesía del año 2007. Leo con singular deleite, entresacando de aquí y de allá, la prosa y los prosemas de su “poesía reunida” (“Esa polilla que delante de mí revolotea”), antología editada por el Club del Libro, Barcelona, 2008, y los recomiendo sin dudarlo a cualquier amante de la espuma de literatura.

Y ha llegado el bochorno de principios de verano, salteado de noticias sobre esa gripe que viene como un orvallo paciente, extendiéndose, nadie sabe si preparando, allá para el otoño, mayores males, porque estos virus que ahora conocemos –sin duda ya existían, éstos o sus semejantes, cuando la gente se moría y no sabían de qué con exactitud-, al parecer disponen de mecanismos de defensa (¿inteligencia rudimentaria? ¿instinto?), que les permiten o les obligan a mutar y hacerse más resistentes, ofensivos y peligrosos para la delicada máquina de supervivencia humana, incluso ayudada para el caso por vacunas y remedios de esos que a veces resultan tener dos filos, uno para defender y otro para debilitar o incluso agredir al humano soberbio de nuestra época, muchos de cuyos especimenes se atreven a proclamar tanta autosuficiencia que hasta les sobra cualquier tipo de moral o de religión, sin darse cuenta de que un bicho invisible, un mecanismo de vida apenas apreciable a fuerza de mecanismos y aumentos de microscopios sofisticadísimos, puede actuar como el caballo de Atila o uno de los del Apocalipsis y derrotar los presuntuosos visitantes de la Luna.

lunes, 29 de junio de 2009

“Vengo de aquí, es mi gente, la clase trabajadora cualificada fundiéndose con la clase media, ese grupo amorfo e inadvertido que combatió en dos guerras defendiendo a su país, pagaba sus impuestos, se aferraba a lo que quedaba de sus tradiciones. Habían vivido para ver ridiculizado su simple patriotismo, desdeñada su moralidad, devaluados sus ahorros. No creaban problemas… Y si se quejaban de que sus ciudades se habían vuelto extrañas, ajenas, o de que a sus hijos les daban clase en escuelas atestadas en las que el noventa por ciento de los niño no hablaban inglés, los que vivían en circunstancias más holgadas y cómodas les sermoneaban sobre el pecado capital del racismo. Sin protección por parte de los contables, eran lecheras de la rapaz Hacienda Pública …”

(P.D. James; “Muerte en la clínica privada”; 1ª edición junio 2009; ediciones B,S.A; Bailén, 84, Barcelona; pags. 47/8). -
No sé cuántos mil ejemplares –creo que doscientos mil- en un sólo día de ventas del último tomo de Millenium, trilogía escrita por el sueco Stieg Larsson. Ahora, los libros que son objeto de promoción publicitaria hecha supongo por sus editores o sus distribuidores, se anuncian días y a veces semanas o meses antes de su puesta a la venta, para alargar los dientes de una ingente masa de clientes que me pregunto también qué son. Ignoro si somos los lectores viciosos de siempre, nuevos lectores, una mezcla de ambos o una nueva pléyade de gente que después no lee lo que compra, ni siquiera en los casos de comprar con buena intención, pero sin la afición imprescindible para tragarse una por una más de quinientas páginas, por término medio, de lo que ahora llaman un “best seller”.

Una trama bien urdida, una solución bien lograda, un asunto entretenido, pero demasiadas páginas para contar algunas de las banalidades que envuelven el asunto detectivesco que en la obra se contienen. El libro mejoraría, en mi opinión, con una poda de su autor que lo despojase de parte de la hojarasca que considero innecesaria.

Por desgracia, el autor ha muerto y demasiado joven. ¿Le habríamos votado para el premio Príncipe de Asturias de las Letras? ¿A quiénes y por qué se vota para éste y otros premios?

Me diréis que a los mejores de cada momento, pero ¿quiénes y por qué son los mejores?

Alrededor de veinte personas, ensayistas, escritores, catedráticos, poetas, periodistas, académicos y editores, analizan, deciden, debaten, exponen y por fin componen ese colectivo que supone un curioso concepto: “el voto de la mayoría”, que confiere el premio y con él título de preferencia a uno entre sus pares; uno entre las alrededor de cuarenta personalidades propuestas para obtenerlo.

Me pregunto cómo y por qué se va conformando la coincidencia por medio de que se forma la mayoría, a partir de la multitud de preferencias inicial. En ocasiones, se produce discusión, se debaten méritos, se establecen comparaciones, pero en la mayoría, casi nadie interviene. Si acaso hay una defensa, dos o tres, de sendos candidatos. ¿No se interviene por pereza? ¿Es por temor a perjudicar, con el entusiasmo propio, los méritos de la candidatura defendida? ¿Es temor a no dar la talla entre tanta por lo menos apariencia de talento?

Si hay treinta o cuarenta candidatos, por lo menos la mitad, serían premios justos ¿Cómo se logra la coincidencia que poco a poco se va perfilando?

A veces, el viento de una mayoría injustificada o de varias minorías de similar mérito, deja fuera de juego a algún mejor, que, de pronto, con profunda sorpresa, el jurado descubre que ha quedado excluido. Sus partidarios se ven obligados a reelegir entre los que quedan, a veces con un cierto desasosiego y hasta puede que con rencor por la ausencia de su candidato preferido. De ahí salen con mayor frecuencia las sorpresas e incluso los votos en blanco.

Todo ello, sin embargo, no explica, o a mí no me basta como explicación de por qué casi nunca es el premiado uno de esos autores más leídos por mayor cantidad de personas y por qué es alguien relativamente desconocido por la mayoría del público lector, o simplemente comprador, que por añadidura solemos descubrir que es un gran escritor y en efecto por alguna razón o por un cúmulo de ellas, es indudable que lo merecía.

Como al principio, me sigo preguntando: ¿habríamos votado en mayoría a Stieg Larsson? Por desgracia, ya será imposible saberlo, pero, como lector empedernido, he disfrutado leyendo Millenium. -
Continuar marchando o reventar –era una de las viejas consignas de la romántica Legión Extranjera de P. C. Wreen y su Beau Geste-, y su obsesión colectiva: no sólo llegar, sino además llegar pronto, en seguida, tal vez antes de iniciar la andadura. Así va el mundo. No dan tiempo, los acontecimientos, de mirar el mapa para comprobar si el esfuerzo se hace o no para llegar a donde se pretendía o si vamos, sobre el lendel, imitando al esforzado matalón de la noria, que saca agua, sí, pero jamás comprueba si es potable.

Quitan de las estanterías y de los escaparates y descatalogan los folletos de explicación de lo que puede ocurrirnos antes de que hayamos tenido tiempo de ahorrar para comprarlos. Hay que hipotecarse para comprar un techo y gastar el dinero de la siguiente generación, que la ventanilla del banco nos echa a regañadientes porque en el fondo sabe de antemano que va a ser difícil que podamos pagar y pagar además de, en cuanto lleguen, las pensiones de compensación y de alimentos de los hijos siempre bajo guardia y custodia de la madre, tal vez porque madres no hay más que una y el aforismo dispensa a su señoría de darle más vueltas al asunto y hacer más cavilaciones.

Nos interpretan todo, desde la esoteria hasta la estanflación, y las culpas sigue siendo, como siempre “de ellos”. Unos “ellos” misteriosos, en apariencia poderosísimos, que hacen y deshacen a su antojo y les rompen los esquemas a nuestros por otra parte empecinados ocupantes de los escaños de los tres poderes de que dependen la paz, la justicia y la libertad de los humanos. No sé para que leo periódicos, que no son más que acta diaria de lo que me esperaría si la piadosa dama del alba no llegara a su tiempo para liberarme de impuestos, agobios, temores, hipotecas y demás duelos y quebrantos.

Y ahora, para colmo, hay gente que mata a más y mejor, tal vez como remedio demográfico de sus preocupaciones, envidias, rencores y demás especias eventualmente sazonadoras del guiso de vivir. Y deja chiquito a Aníbal Lester, con los turbios manejos a que obliga el viejo oficio artesanal de matar, desde el la infinita variedad del asesinato hasta su ejecución de castigo en la guillotina, la cámara de gas, el fusilamiento del amanecer, la silla eléctrica, la soga del ahorcado o el simple, sencillo y práctico garrote vil de nuestros ancestros, mucho más paradójicamente piadoso que la hoguera de la santa Inquisición.
Leo, y me indigna, que a un guardia de tráfico le han disminuido la retribución porque no multa con la frecuencia al parecer esperada por sus pagadores. Hay gente así. Hace muchos años, determinado jefe me amenazó con un castigo si yo no le denunciaba al final del día a cierto número de subordinados por no cumplir con determinada formalidad. Hágalo ya, le dije, porque es posible que cumpla sus instrucciones, pero sólo si se producen los incumplimientos previstos por usted. De lo contrario, o no le daré nombres o le daré los que en realidad incumplan la norma que me indica. Y se quedó, el tipo, rezongando, pero ni me impuso castigo él a mí ni yo tuve que denunciar a ninguna víctima de su furor estadístico.

En este caso del periódico que hoy leo, al parecer, le bajan la prima o el premio de rendimiento porque si no multa se considera que no trabaja o no lo hace con la debida atención o dedicación. La falta de sentido común de algunos debería ser suficiente para relevarlos de responsabilidades de mando.

domingo, 28 de junio de 2009

Viejas palabras de amor desenterradas de las cartas amarillentas y las páginas de las biografías. ¿Quiénes somos para entrar a saco en la intimidad de quienes no lo habrían permitido ni escribieron para que nosotros metamos la nariz en sus debilidades?

¿Debilidad? ¿Alguien da por supuesto que el amor es debilidad? ¿He sido yo? Craso error. La recíproca atracción, incluso la unilateral, tienen fuerza de huracán, de tornado. Y sin embargo, la historia reciente pone en duda social la conveniencia de dejarse ir, seguir los impulsos acelerados de quienes deberían, de acuerdo con las normas, hacer para bien del delicado encanto de la burguesía acomodada, bodas de conveniencia y arreglo económico, prosperidades previsibles, dulces proyectos de sosegada armonía, lograda a base de paciencias tolerantes.

Me ofende que pongan al alcance de nuestra curiosidad implacable las confesiones de enternecida ternura, los feroces desahogos de la fogosidad, esas estrofas y las prosas escritas para conmover el corazón del otro, la esquina más vulnerable de su sentimiento. A veces suenan como una música incomprensible para la dureza de oído de este siglo de las economías desplomadas y la política de ardides y mañas. Dicen mentiras hermosas fuera de lugar en una época de burdas mentiras interesadas. Hablan de luces y de sombras, los espectros de aquellos enamorados, por entre las ruinas de todas las guerras libradas en busca de la felicidad. Sus palabras son como ecos ininteligibles. De algún modo, sin embargo, tal vez acrediten la certeza de que el amor es eterno y está por encima del tiempo y del espacio, siendo esto que llamamos amor un vago reflejo de su sombra. -
Decir y contar. Se empieza casi siempre diciendo algo de lo que maneja el subconsciente cuando creemos no pensar en nada. “Nada” no existe. “Nada” es “algo” disfrazado de sutilidad, adelgazado en su esencia, en apariencia inexistente, pero que está ahí, ocupa su espacio. Y por eso, el decir se transforma y a poco en contar, Quien cuenta, si sabe hacerlo, si es una persona transitiva y capaz, te encandila, primero, luego se apodera de una esquina de tu civilizada manera de estar.

Conozco desde hace cierto tiempo, no demasiado, a una excepcional narradora, que cuenta con aparente inseguridad y capta así la atención respecto de aquello de que pretende informarte.

Supongo que su tentación de mentir debe ser grande. Yo la tendría. Mentir un mundo. Siempre he envidiado a quienes como decía Kipling, saben contar una historia, para contar la historia diferente, la jamás acontecida, la que habría cambiado el mundo, o, sencilla y simplemente, sido la historia de otro.

Lo que pasa es que casi con toda probabilidad, cualquier otra historia de otro mundo, sería peor que la de éste. La historia de nuestro mundo, casi siempre mentida en todo o en parte por sus historiadores, es la de un hermoso mundo en que ha sido bello vivir hasta para los menos afortunados. Vivir ha sido, es y será siempre un hermoso privilegio de que poquísimos disfrutamos. Que ha habido miles de millones de personas, pero es inimaginable el número de las que habrían sido posibles y sin embargo no nacieron. Permanecen en el no ser, pendientes de llegar o no a estar vivas siquiera un momento, con la facultad de vivir y de recordar, y, en definitiva, de ser
Dejad estar a los muertos. Sus batallas
ya no pueden ser las nuestras.
Dejadlos que descansen del error
o del acierto. Cualquier cosa que hagáis
estará todavía cargada de odio,
será fruto podrido de rencores,
será venganza. Nadie
puede tratar de hacer justicia hasta que olvide
cualquier agravio.
Dejad a los muertos quietos
y solos.
El buen padre Dios
-y si no creéis en Dios, la tierra hueca,
vacía-
se ocupan de ellos, los perdonan,
como hay que perdonar
antes de hacer justicia a nuestra burda manera.
Dejadlos donde están,
enterrados
entre penas, olvidos, y la alegría estéril
de quienes eran
sus enemigos y amigos. Dejad
que el tiempo los convierta
en símbolos del bien o del mal de otra época
que ya no nos concierne.
A nosotros nos toca
ir modelando la vida con lo que dejaron
olvidado en la orilla
a medida que se iban muriendo
no juzguéis si de amor o de odio, porque uno y otro empiezan
donde su opuesto acaba y vivir
es irlos conjugando, convertirlos
en esperanza de más vida. -
Te vi pasar esta tarde,
me diste mucha pena.
Olías a tristeza. -

viernes, 26 de junio de 2009

Farrah Fawcett ha muerto y queda probado así que ni siquiera el atractivo femenino mayor es inmune al tremendo misterio de la muerte, coleccionista de cadáveres absolutamente imparcial, para la que es indiferente destruir un fenómeno estético o llevarse de una brazada la fealdad misma, encarnada en cualquier deformidad humana. En pocas horas, de una pasada de las melladuras de su vieja guadaña, se ha llevado a Farrah, al que llamaban rey del pop y a mi buen amigo Severino, siempre escudando su bondad amable detrás de los cristales planos y redondos de aquellas sus elementales gafas inquisitivas. Viajó por el bachillerato, un año por delante de mis cursos, pero desde hace tiempo sólo charlábamos ocasionalmente, al cruzarnos cada día por la calle. Farrah fue ángel de Charlie, nos deslumbraba a poca distancia de Audrey Hepburn, Eve Marie Saint y tantas otras chicas de nuestras escapadas de fin de semana por los entresijos de la plana ciudad de las pantallas de los cines clasificados entre la inocencia y el pecado de cada anteiglesia. Y Jackson era menos de mi mundo, lejos siempre de su sentido musical, lejos del mío, más en el jazz y los minigrupos de cuerda en que la música se hace intimidad. Pero los tres se han ido de algún modo juntos, y si hay algo de verdad en la metáfora de la barca que atraviesa cada tarde el último río, lo habrán pasado juntos, hablando ya el mismo idioma sin palabras, supongo que tan estupefactos como cada humano creo que quedaremos al descubrir la verdad desnuda de la otra ribera, doblada ya la esquina de la luz definitiva, disuelta, expandida, concentrada … ¡vaya usted a saber!
El mérito de algún que otro escritor inglés de esa edad de oro de su literatura, de principios del siglo pasado, estriba en que la narración juega con los silencios, interpretados y a veces hasta parece que telepáticamente transmitidos, de los protagonistas de cada escena. En la nuestra, nuestra literatura, quiero decir, el personaje que dice una frase por demás prolijamente expuesta, a continuación, sale por el foro, como se dice en el lenguaje teatral. En la suya, no. Allí, el personaje sigue en escena, añade matices a los dicho, de algún modo añade algo, completa la frase, hasta puede contradecirla y, yo lo dije antes, completa la comunicación, y así la narración de lo ocurrido o no, trascendente para atravesar el nudo y asomarse al final de la novela.
Permanece en ser una y ella misma, el alma –diríase que el alma es la chispa de la vida, inserta en lo esencial de cada humano, si no fuera porque algún publicista devaluó la metáfora al incorporarla a la propaganda de una bebida por otra parte respetable, porque es la parte de energía que nos convierte en lo que somos, dentro del barro molecular, atómico, compuesto de partículas progresivamente más pequeñas a medida que inventan los genios métodos de ir descubriendo universos menores, siempre paralelos, tal vez concéntricos-, de tal modo que envejece el envase y se deteriora, pero abajo, en el fondo de mi interior, del de cada uno, permanece invariable ese mínimo chorrito de aquello en que la vida en realidad consiste, inaprensible todavía para nuestro conocimiento, pero evidente.

Lo malo, ya apunto, es el deterioro del envase. Esta degeneración que nos impide correr en busca de la raya del horizonte, la lentitud de cada gesto, la torpeza con que derribamos los adornos del aparador. Y lo que es peor, que cada día nos cueste más acabar de disfrutar de cada párrafo o cada detalle. La chispa del alma se desespera, en su centro de mando, su cubil, el camarote del vivir. -

jueves, 25 de junio de 2009

No es fácil entrar en el verano. Se apura el calor y mezcla con humedades inesperadas, que lo multiplican. Para colmo, nos advierten de que en otoño llegará a Europa el grueso del ejército viral de la gripe ésa que empezó siendo la del cochino y ahora, para que nadie se moleste, tiene aspecto de contraseña de protección de algún programa de ordenador. Casi fuera de junio, transcurrida la noche mágica, del fuego y del agua, del señor san Juan, con el penúltimo premio literario recién concedido a Ismail Kadaré y semileido el Stieg Larsson de final de tríada, no se atreve el sol a asomarse del todo y atisba por las hendijas de entre los nubarrones gordos, algodonosos, llenos, parecen, de pereza de lluvia. El verano, o esta niebla tal vez, están tapando asimismo la crisis. No se habla de que falta dinero en la faltriquera del que más y el que menos, pero hosteleros amigos me dicen que hay menores previsiones de veraneantes, y menos de veraneantes de los más despreocupados –los que dejan “el vuelto” íntegro como propina-. Se anunciaría, si pensáramos en él, un otoño desmedrado, asténico, “enfermocrónico”, pero no debe hacerse. El verano es tiempo de insensatez, de enamorarse de imposibles, de vivir en mundos feéricos u oníricos. Tiempo hay de pegarse el coscorrón contra la gran muralla de la cuenta de resultados familiar de setiembre.

lunes, 22 de junio de 2009

Se escriben cada vez menos cartas. Ahora, el sms es más escueto y se adecua mejor a la prisa del tiempo y de la gente. Te dije lo que tenía que decirte y se acabó. ¿Para qué los adornos? Ha desaparecido el deleite de una descripción que se escapaba al autor de la carta. Su autora, que, distraída mientras se hallaba pensando lo que nos iba a decir a continuación y cómo hacerlo para que no pareciese que estaba diciendo más o menos de lo que querría decir, se entretenía con la descripción del paisaje o diciéndome que acababa de ver pasar un pájaro, tal vez el primer vencejo del verano, y se habían alborotado por no sabías qué ruido, las chovas, salidas de sus mechinales de la espadaña de la iglesia donde estuvimos. Sonaban nuestras piadas en un insólito solado de madera y mira –me dijiste- es la patrona del lugar. Apenas invisible en su pequeña hornacina y sin embargo son las mayores fiestas, por la Virgen de Agosto. Los mensajes, los sms’s no hablan nunca de si hace sol o lleva unos días lloviendo. Ha salido el nordeste o el abuelo está tosiendo su bronquitis de siempre, en su rincón de mirar sin ver cómo pasan sus nubes favoritas. Ahora el abuelo –me dijiste- ha dado en pensar que todos los años son las mismas nubes, salvo algunas que echa de menos y se corresponden, según él, con sus amigos muertos, los que tenía tan olvidados que apenas recuerda su nombre de cuando paseaban discutiendo si existiría o no un superhombre nietzcheano o merecía la pena asomarse a las teorías de ese filósofo ¿cómo dices que se llama?, de que habla la revista de este trimestre. Las revistas también desparecerán, como las hileras de librotes formados como coraceros o como ejércitos de viejos elfos veteranos de la guerra de la última isla del último archipiélago de la última fantasía. Por eso tal vez, hoy que te he olvidado, te escribo esta carta que no sabré dónde enviarte, pero no vi tu nube ayer, cuando entraba el verano a trompicones, enceguecido de niebla, y eso me hace suponer que tal vez ye hayas perdido en algún laberinto y por eso conviene que te escriba una carta, ésta, como una voz que te oriente hacia la salida, o tal vez la entrada, cuando puede que te hayas dormido y retrasado y vendrás arrastrada por el tropel de los estorninos, cualquier tarde de éstas, arrastrando la carroza de mis sueños.

viernes, 19 de junio de 2009

Toda una multitud presupuestamente intelectual alrededor de cualquier novedad, que se apresuran a catalogar todos estos sabios que tanto admiro porque dicen ser tan listos, inteligentes, ingeniosos, y deben serlo porque hay que ver con qué seguridad clasifican, critican, destierran de su ámbito y se ríen de los exuvios que han ido dejando en arcenes y cunetas de las modernas autovías donde hoy escucho decir que se ha reducido la velocidad y pondrán más multas y habrá más artefactos al acecho, del Gran Hermano, que tardó un poco más de lo previsto en el libro de Orwell, pero ya está ahí, a la vuelta de la esquina, controlándolo todo a través de la interactividad progresiva de los mecanismos que ni siquiera se molesta nadie en ponernos en la mano, porque, nada más inventarse y publicar los almacenes que los tienen, allá va nuestra manada de cazadores de gadgets, con la lengua fuera y un anhelante, compulsivo afán de comprar ojos de Gran Hermano, que vamos incorporando a nuestro ya numeroso arsenal de artefactos, artilugios, me temo que incluso greemlins, que pitan, crepitan, bufan, se atascan y nos miran de hito en hito, cada vez más con mayor sagacidad más hábilmente usada por esta nueva Santa Inquisición Administrativa.

lunes, 15 de junio de 2009

En algún lugar
tiene que haber un mundo prodigioso, que anhelamos,
recordamos los hombres al nacer
y por eso ese llanto irrefrenable,
esa búsqueda del regazo
maternal.

Tiene que haber un mundo
donde,
tal vez, cada uno de nosotros, no sea
más que un sonido, el cabrilleo
de la luz
de la mañana del señor san Juan.

Tiene que haber un mundo,
puede que entre la niebla, en medio del bosque, por encima
de las nubes.

Pero tal vez sea un mundo
a que nunca jamás podremos llegar
por haber estado en éste
donde estamos cometiendo todas las atrocidades posibles.

Me consuela pensar que en ese otro
mundo,
alguien
como yo
se habrá enamorado de alguien como tú
y será su amor
como el agua que corre,
como el viento que pasa,
sin necesidad siquiera de palabras,
sin caricias,
todo amor,
como la pura luz
de la amanecida.
Dice Patrick Rohfuss que “un poeta es un músico que no sabe cantar”. Pues, ahora que lo dice alguien, de algún modo parece que podría ser y que por eso hay tanto poeta frustrado, de esos que nos deberían llamar, si es que no lo hacen ya, poetastros. Es ésta una palabra, un nombre común de sonido andrajoso. Tal vez de impotencia por llegar a la poesía, que es siempre eminentemente estética y que tendrá algo de musical inefable, si no se sabe cantar. Trágico asunto el de escuchar la música y no saber repetirla, ni mucho menos crearla, ni siquiera decirla. La gente, las personas, estamos llenos de carencias. Vacíos de utilidades artísticas. Incluso el hablar se nos da mal y tendemos a sustituir la definición por el insulto. Nos quedamos sin palabras con demasiada facilidad.

Declina la primavera con el paisaje velado por una niebla pegajosa que casi llega a ratos a concretarse en lluvia. Y como con razón dicen que es difícil engañar a gato o perro viejos, el cocker asomó esta mañana el hocico, venteó, levantando la cabeza, se metió el rabo entre las patas y salió como un cohete camino del desván, que es donde se siente más protegido, seguro y aislado del mundanal ruido.

El lunes, como un viejo palimpsesto enrollado, se va abriendo cauteloso, húmedo. Hasta la garrulería política se hace más llevadera pasada por niebla inmóvil.

sábado, 13 de junio de 2009

Recuerdo que así empezamos a tenerle tirria al equipo ese de los millones, que, dice su presidente, va a volver a ser lo que fue, es decir, visto desde nuestra perspectiva de forofos de otros equipos, a ser el chulo del barrio, que se saca del bolsillo el fajo y allana los caminos, tienta las lealtades y desmonta las ilusiones de los demás porque ellos tienen que ser una colección fantástica de nombres y de prestigios y a quien le duela que se “arrasque”.

Nadie debería poder disponer de tantísimo dinero como esas inimaginables cantidades que se cruzan en el fútbol. Aunque no sea más que por la desesperada y desesperante envidia que despiertan en quienes querrían poder enfrentárseles en su terreno, que ya decía el abuelo que “tú no te sientes a jugar con ningún tramposo, a menos que estés dispuesto a hacer trampas y sepas”. Tal vez lo mejor, no jugar. Irse a casa todos y ni mirarlos.

Que no digo que los pobres, los inútiles o los poetas, seamos mejores que ellos, desde ninguna perspectiva, pero sí que ese ostentoso gesto de que pueden pasar, pagando, por cualquier puerta, me parece muy mal ejemplo para una humanidad que está a punto de descubrir que no hay más cera que la que arde y probablemente habrá que reducir comodidades para compartirlas con quien todavía no ha tenido ninguna.

jueves, 11 de junio de 2009

Hay, es evidente, un tiempo para cada cosa. Nos aturde que no se detenga cuando nosotros lo haríamos, pero debe procurarse ajustar nuestra cadencia a la suya, idea que me lleva a la pregunta tal vez imposible de contestar de si el tiempo, cualquier cosa que sea o deje de ser, tiene diferentes cadencias posibles de movimiento o si padece, o disfruta, de titubeos como los nuestros. Se me ocurre la presunción de que el tiempo se mueve con velocidad constante –tal vez incluso se esté quieto- y somos nosotros los que nos movemos en relación a él, o lo contemplamos desde distintas perspectivas o a diferentes distancias. En lo que insisto es en que hay un tiempo para cada cosa, cada actividad, cada concepto, hasta que el tiempo, como todo lo demás, se disuelve, difunde e integra en la luz, que a su vez penetra en cualquier agujero negro donde ya somos incapaces de imaginar, con un mínimo de posibilidad siquiera de acertar, lo que ocurre cuando todo de ya de ocurrir y se estabiliza. De momento, siguen arremolinándose los cambios de tiempo de una primavera estremecida, escalofriada y estremecedora, con ese aditamento de que hayan declarado el estado mundial de pandemia, con unos seres vivos ágiles, capaces de viajar y reproducirse increíbles, que pueden matar sin elegir, como quien reparte la suerte o la desgracia igual que sembraban antes a voleo los antiguos labradores de cuando no había máquinas. Parece que de momento, son unos bichos sin demasiada mala intención, que se limitan a demostrar lo frágiles que somos los humanos y que hay seres vivos que podrían tomar venganza de los otros más grandes que hemos exterminado o puesto en peligro de extinción sobre este territorio que no sabemos a ciencia cierta si estaba pensado para la armonía de las especies o para que unas fuesen acabando con otras, en busca de una definitiva de que nadie sabe cuándo, algún acontecimiento imprevisible acabará con los últimos ejemplares para que se restablezca la armonía y todo ocurra de nuevo o deje definitivamente de ocurrir. Un tiempo, en efecto, para cada cosa.

miércoles, 10 de junio de 2009

La pajarapinta que revolotea. El picaflor. Un patomarín, que les llamábamos de niños, y éste sube que sube hasta el puente que llaman de travesía, a comerse, como buen cormorán, los alevines de trucha, que el no sabe de la ridiculez al uso de poner unos carteles que dicen que éste es un “coto sin muerte”, en que se espera a pescadores, ataviados hasta el último detalle como en el figurín, que, trucha que pesquen, trucha que soltarán, y así vale para que la pesquen otros y otros y no se acabarán nunca, esas truchas deformes, de labio partido por tantas mordeduras de anzuelo y tanta aventura, y tendrán cicatrices, en sus caras de trucha, que enseñarán o hurtarán a sus truchinietas para que no sufran: abuelita trucha, ¿cómo te hiciste esa marca tan horripilante?

Monedas de juguete, partidas de monopoly y de oca. El juego de la oca era remedo del laberinto de la catedral de Chartres, que a su vez parece serlo del camino por antonomasia, que es el camino de Santiago. Monedas y billetes de colores vivos y alegorías, con fábulas escritas en el dorso y una esperanzadora hoja de árbol verde en el envés. Un día, a un amigo mío, le dieron un billete que ponía: “en caso de incendio, dele la vuelta”, se la dabas y por el otro lado decía: “¡ahora no, imbécil!, en caso de incendio”.

Hamlet sigue dando vueltas, absorto. Se ha olvidado del resto de su papel y se obstina en repetir lo de que palabras, palabras y más palabras. Ingeniosas palabras con que nos cuentan el cuento de la buena Pipa, como a las truchas. Es un “coto sin muerte”. En medio del desierto, alguien ha visto nacer un brote ¿de madreselvas? “Madreselvas en flor” añora el tangazo que de jóvenes no sabíamos bailar. Oiga; por lo que más quiera; un pasodoble. A la invitación desfilatoria del pasodoble salíamos a la pista los más viejos y los más jóvenes, arrollando, ciegos, con nuestro amor en brazos, núbil, ay que poco duraba un pasodoble, un desfile una juventud, divino tesoro, avisa Rubén Darío, que te vas para no volver. ¿Vuelve? ¿Es juventud la ingenua manía del anciano, de soler olvidarse de, poco a poco, cuanto tanto le costó aprender?
Seremos parecidos a como somos. No hay, en lo material, para constituir sendos patrimonios materiales como los que tienen unos pocos para los más de cuarenta y cinco millones que ya somos sólo en España, una cantidad miserable, si se compara con los seis mil quinientos millones de habitantes que hace poco ya tenía el mundo, pero sí es posible repartir a manos llenas la sabiduría, la riqueza cultural, la capacidad de gozar aunque no se tenga nada de lo material, ni una cuarta de tierra ni una moneda de oro. Soy partidario de que procuremos repartir lo que abunda para que entre muchos sean capaces nuestros nietos de reconstruir una sociedad más justa y más pacífica, además de más sabia.

martes, 9 de junio de 2009

No es lo peor de estas máquinas cada vez más pequeñas de tamaño, pero más poderosas, su complejidad, sino el libro de instrucciones, que contribuye, como las aclaraciones de determinadas corporaciones a que no se entienda nada y lo que se entienda se pueda interpretar al revés.

Dicen que ocurre como con las indicaciones de contraindicaciones de cualquier medicina, que, de leerlos, acabas por no tragarte las cápsulas o las pastillas o no ingerir las cucharaditas de después del “agítese antes de usarlo”.

Los niños desdeñan y tiran a la basura las instrucciones y se ponen alegremente a manipular y tecletear en su nuevo artilugio sin la menor dificultad. Los mayores tratamos de leer cada prospecto y al final yo no sé si debo dar a ese botoncito o al otro.

En lo que todo acaba es en un montón de enchufes donde cada día hay que recargar las baterías de un número creciente de artefactos de aspecto inocente, pero a través de los cuales ya se ha montado toda una red de posibilidades de que te timen y se gasten nuestro dinero como si fuese suyo hordas de avispados conocedores de los entresijos más secretos del numeroso utillaje de supuesto trabajo y entretenimiento y comunicación de los niños y mayores de cada hogar. Y cada día llegan notas bancarias con mayor número de grandes y pequeños cargos de dudosa justificación y facturas derivadas de relaciones que jamás has sostenido con nadie o de gastos que jamás hiciste con ninguna de tus tarjetas de crédito ni de débito.

Y se han tenido que promulgar reglas de eliminación de las fuentes de energía agotadas porque la basura que representan sus residuos están empezando o concluyendo, no sé, la que parecía ardua labor de envenenamiento del planeta que dicen los más pesimistas que podría cansarse de cobijarnos.

Tal vez el veneno más sutil, voraz, contaminante y peligroso sean estas máquinas que poco a poco vienen completando la labor iniciada en su día por los automóviles, de ir seduciendo a los humanos con sus aparentes posibilidades de conducir a otra utopía y estársenos llevando a la catastrofica invasión que un día podría culminar en el gigantesco vertedero global de que ya son bocetos los que vemos en las orillas de cada carretera, erizados tentáculos, oxidados en montones cada vez mayores.

lunes, 8 de junio de 2009

El tiempo que pasa
lo llevan las nubes colgado,
como una guirnalda. Cuando decimos
que estamos matando el tiempo,
con las tijeras del mirar,
estamos cortando esa guirnalda
y llenando las cunetas del camino
de pájaros muertos.

Los pájaros son proyectos
fallidos
de ángeles.

Los ángeles son la voz
del buen padre Dios
cuyos eco son los ruidos
todos
de la creación.

Hacerse viejo
da tiempo
a mirarlo,
al tiempo
pasar.
Y a escuchar.

La voz del buen padre Dios
es inmensa, mayor
que la mar
y está hecha de ángeles y de arcángeles
cuyas sombras
son los pájaros.
Una vieja Colombina
languidece,
desmayada,
sobre el arcón, arropada de polvo,
del desván.

No hay Arlequín que valga, ni Pierrot,
no hay ninguna otra figura, a la vista,
de la comedia antigua.

Colombina
seguro que fuma cigarrillos egipcios
en una larga boquilla de cristal, que no está,
se ha perdido
la boquilla
de Colombina. Y sus recuerdos
se han perdido también,
por eso yace,
dislocada,
loca,
arropada de polvo sobre el viejo arcón de emigrante
con esquinas de latón
del desván.

Yo, me dice cuando llego,
deslumbrado,
a su rincón,
fui emigrante. Es mentira,
pero me siento a escuchar esa voz cascada,
con que me habla de países lejanos
y remotas
historias
de amor.
Estuve ayer por ahí, deambulando, ¿votaste?, y el preguntado se encogía de hombros, probable miembro de la mayoría silenciosa de los abstenidos. Resulta curioso comprobar que votamos ferozmente en masa cuando se trata de ventilar los rencores habituales ,y en cambio, cuando se trata de Europa, es decir, del futuro que viene, tal vez, aunque sólo sea tal vez, por lo menos principio de una solución para la supervivencia humana.

Algunos ya no hablamos de buscar la felicidad, esa utopía, sino de la supervivencia. Ya lo hemos, los humanos, ensayado casi todo para atajar hacia supuestas buenaventuras fallidas todas. Ahora tenemos que empezar a tomarnos en serio la reconstrucción de una sociedad en que la gente se apoye recíprocamente, para tratar de convivir y así vivir la mayor cantidad de tiempo posible. ¿Valdrá la pena?

Llevamos muchos años intentando prolongar la media de edad de supervivencia –las mujeres con mayor éxito que los hombres y alrededor de diez años más, con lo que acreditan ser el “sexo fuerte”-, y tal vez, sin embargo, no valga la pena. Muchos de los hombres que dejaron huella marcada por diferentes razones en la historia, no vivieron ni siquiera la mitad de lo que ahora se sobrevive por término medio en el primer mundo, donde muchos se hallan recogidos, casi inertes, el las galerías de cómodas residencias, sin que casi nadie se ocupe de averiguar lo que sin duda piensan, imaginan o se lamentan en silencio, arrepentidos u orgullosos por haber hecho o dejado de hacer.

Allá vamos, el perro y yo, ambos con la media de supervivencia rebasada y por lo tanto en época de propina. Se me ocurre pensar que en este universo de compensaciones y equilibrios que determinan las leyes posibilistas del caos, alguien tiene que haber muerto antes de tiempo para que el cocker y yo estemos sobreviviendo, oliendo este aroma, mezcla de río, primavera, humo, tierra mojada y mar abierta con que la primavera estudia cómo echar el cierre de este año, a poco menos de quince días de su fin oficial.

domingo, 7 de junio de 2009

Día de votar. Mi voto, microorganismo perdido entre las miríadas de semejantes y diversos del plancton del océano político, sin conciencia de identidad, y, caso de no integrarse en alguna mayoría o en una minoría numerosa, palabra perdida en el aire, arena en el desierto, mi equivalente porcentual entre los cuarenta y seis millones largos de españoles, apenas nada entre los más de seis mil quinientos millones de habitantes del mundo. El mundo, si bien se mira, no puede ser más que como es, y las leyes del caos no podrían ser otras que las de un probabilismo de supervivencia del orden desordenado en que nos mantiene en constante ebullición la polivalencia esencial humana, que las ocurrencias de la imaginación sorprenden, además, sin pausa, sosiego ni atención a la razón, tan obcecada siempre en registrar y anotar causas y efectos donde las causas son siempre sorprendentes y los efectos incalculables siempre. Crece el haya, inicialmente un sencillo esquema, cuando arbusto y nada más crecer, fagus silvática, habitada por pájaros e insectos sin cuento. Es igual, iré a votar y una hilera de jóvenes paladines de todo un muestrario de las ideas y los dislates políticos me mirarán, conmixtión de esperanza, desprecio y rencor, según piensen que estoy o no de acuerdo con sus respectivos líderes, cuando el presidente diga eso de “votó” y en seguida, se olvidarán de mí y escrutarán el propósito del siguiente. Dios los libre del escepticismo y de la desesperanza.

sábado, 6 de junio de 2009

Ramalazos de malhumor y de benevolencia, alternos, tal vez como evidencia de que todo en este mundo ha de compensarse para lograr el equilibrio. Deslumbrante, para mí al menos, la filosofía, en torno a la esfera, que siempre me había fascinado, de Peter Sloterdijk. Por añadidura es sábado y he de salir, con mi viejo cocker, a comprar la carne, el periódico y el pan. Hace el calor propio de los aledaños del verano, pero lo suavizan ráfagas de brisa que al no venir del nordeste anuncia lluvia para el cambio de marea. Yo creo que los perros no son longevos para evitar que se hagan sabios. Dispongo de dos novelas, una policíaca y otra de aventuras, ambas deliciosamente intrascendentes, para suavizar el impacto de Hans Küng, por un lado, con el segundo tomo de sus memorias, y por el otro Sloterdijk, con su paciente estudio del simbolismo de la esfera, su forma esencial para comprender una porción de conceptos que se escapan porque todavía no sabe la criatura humana utilizar todos los recursos de su cerebro y por eso quedan tantos espacios de aproximación a la sabiduría que nos está destinada a los hombres desde el principio del tiempo y vamos desvelando con tanto trabajo, entrega y paciencia de muchos que luego nos explican a los más curiosos y menos capaces que venimos detrás, consumiendo sus migajas a medida que las dejan caer en libros, revistas, conferencias. Pongo en el fondo de la pantalla una fotografía de la aparentemente inextricable complejidad del entrecruzamiento de las ramas, aún vacías, de un soto. Hay un poema, en su figura, pero todavía no lo sé leer, y mucho menos expresar. Y eso duele, en alguna parte de la minúscula partícula que soy.

viernes, 5 de junio de 2009

Me cansan esas voces de los grandes visires –decía el califa del “comic”- y no me extraña. Los grandes visires, y más cuanto más pequeñas son sus venerables cabezas, tienen mayor anhelo, como el del cuento, de convertirse en califas, en lugar del califa, y ronronean suavemente a su alrededor, al acecho de un gesto de desaliento de cualquiera de los califas reinantes. El desaliento de los califas es, para los califas, muy peligroso, porque los pone al alcance del arco, las flechas y la cimitarra de cualquier visir que pase por allí en aquel preciso momento. Pero ¿quién no se desalienta alguna vez, sobre todo cuando toma cuenta del comportamiento de la mayoría de los grandes visires que en el mundo de los califas han sido?

¿Una parábola?, ¿una fábula?, pues no. Sencillamente, una reflexión suscitada al contemplar las páginas de un “comic”, antes “tebeo” viejo y amarillento, que encontré hurgando en el desván. Los desvanes son como islas del tesoro, que enredas y desbrozas aquí y allá, y, cuando menos, te encuentras con un libro olvidado, es decir, un tesoro.

Hay tesoros que prefiero al proverbial cofre en su día oculto en una sibila de cualquier ínsula, rodeado de esqueletos de piratas que su comandante solía en las novelas matar allí mismo para evitar la proliferación de mapas y como consecuencia de buscadores de tesoros. Un viejo libro, una fotografía, incluso una telaraña brillando al sol, son preferibles a un arcón de peluconas que en seguida nos sumirían en un terrible pánico de que pudiesen venir a quitárnoslo.

Para la paz interior, no hay mayor tesoro que el de no encontrar un tesoro de piedras y metales preciosos. Cuando no se tiene nada o se tiene poco, cabe en la imaginación la posibilidad de tenerlo todo, cosa que no ocurre cuando cualquier temor te ofusca.

miércoles, 3 de junio de 2009

Padre
-preguntó el niño-
¿qué íbamos a respirar
si el aire se llenara
de golondrinas?
Éramos
como dos pájaros de ciudad,
que nadie sabe si tuvieron nido,
gorriones solitarios,
viajeros sin rumbo,
de los tranvías amarillos,
que no supimos nunca
si iban a alguna parte.

En cierto modo
éramos una parte de la enorme ciudad,
que, enfrascados,
no reímos nunca, y tú te sorprendías
leyendo en el periódico noticias
impresionantes, de las cosas
que podrían haber ocurrido del otro lado del mundo.

Éramos …
¿a quién le importa?
Leo la serie de derechos que llaman humanos y me quedo perplejo. Dice que hay derecho y al parecer lo tenemos todos a una cosa que se llama igualdad, cuando todos somos tan evidentemente diferentes. Sigue con la prohibición de que se nos discrimine, cuando, sales a la calle y constantemente adviertes que incluso en el ámbito de nuestra minúscula sociedad local se da un trato distinto a cada persona que pasa. En tercer lugar, proclama el derecho a la vida, debe ser con excepciones, como la del soldado enemigo, en caso de guerra o la del nasciturus, cada vez más indefenso en el claustro de unas madres que defienden el al parecer preferente de vida o muerte que a ellas les asiste respecto de la vida que está por esencia en su indefenso inicio confiada a su cuidado. Prohíbe la esclavitud y muy pocos hacen algún esfuerzo por manumitir en realidad y en seguida a los miles de millones de esclavos que apenas logran sobrevivir en el mismo mundo en que otros estamos sobrados de casi todo. No sigo. ¿Para qué, si voy a continuar, sin comprender a qué mundo, qué derechos y qué humanidad se refiere esta curiosa lista? Echo, sin embargo, una última ojeada curiosa y descubro en ella que se dice por su optimista redactor que tengo un derecho de participación política que me hace recordar la sonrisa de aquel amigo que aseguraba que la libertad de prensa consistía en que pudieras leer el periódico que te diese la gana. Y aún resulta más sorprendente que la famosa relación añada que todos tenemos derecho al trabajo, al descanso y a un nivel de vida adecuado, a la cultura, al progreso y a un mundo justo. Sería hasta cierto punto divertido, si no fuera trágico, como sin duda es, que vivamos a la vez en dos mundos: el virtual y el real, tan radicalmente diferentes y es probable que para siempre paralelos por su incapacidad de encontrarse o por lo menos coincidir en algún punto.

martes, 2 de junio de 2009

Para hablar,
pide el árbol la ayuda del viento y mueve
sus hojas;
para hablar, el río
se roza con los cantos del fondo y dice
su hermosa canción de agua;
para hablar, nosotros,
la gente,
tenemos las palabras,
pero las escondemos, a la hora de decirlas,
y queda el silencio
como una angustia inútil,
árbol yerto,
remanso de agua quieta,
desamor
en que nos vamos
poco a poco
disolviendo.
Ignoro por qué, pero la gente, esta multitud de que formo parte, se está cansando de al garrulería electoral y se nota, sobre todo en los pueblos pequeños, como éste, que es donde todo empieza, tal vez como u tsunami, que al parecer no es al principio más que una leve ondulación en la mar. Hablan demasiado y con demasiada frecuencia. Apenas se acaba una propuesta electoral, ya empieza otra, que si locales, comarcales, estatales o interestatales, que por añadidura mezclan los asuntos, supongo que es porque tienen la cabeza llena de pretextos con que devaluarse recíprocamente, hasta el punto de que me han llegado a convencer de que piensan más en contarme lo poco que vale el adversario, cuando deberían hacer gala de los merecimientos propios, y, como consecuencia, de lo aconsejable de sus propuestas. Pero no. Se ocupan más de contarme lo feo que es el otro que hablarme de sus méritos estéticos, todo, claro, en el ámbito moral de la fealdad y la belleza.

Creo que debería preocuparnos que sean tantos. Porque es que además hablan constantemente y dan la impresión de que más de la mitad del país trabaja desde la administración y hay cada vez menos ciudadanos, contribuyentes o como quiera que se prefiera llamar a la demás gente. Diecisiete empresas políticas autónomas, cada una con sus tres poderes y la multitud de asesores de los integrados en cada uno de dichos poderes deben sumar otra multitud que sólo contribuye a eso que llaman el producto interno bruto, dicho sea con optimismo y benevolencia, con sus consejos, servicios y contemplaciones. Me recuerdan aquello, genial, de un autor, Noel Clarasó, tan indebidamente olvidado, que en sus Observaciones y máximas de Blas contaba que le gustaba tanto el trabajo que no podía vivir sin ver trabajar. Y aún añadía con cierta sorna que no podía comprender que se le exhortara tanto al trabajo, cuando la mayoría de los santos habían sido contemplativos.

lunes, 1 de junio de 2009

Dice un amigo que tengo que la riqueza del pobre está en los sueños y la pobreza del rico en el miedo, luego ambas, deduzco por mi cuenta, residen en la imaginación, donde se cuecen los dos anhelos de cada cual por lograr y por conservar, los dos imposibles y por eso tan vehementes. Me ayudan a creer. Hay algo en la misteriosa esencia de la vida que en algún lugar nos espera, que, como diría el clásico, no habría sed, si no hubiese en algún lugar donde llegar con o sin trabajo a mitigarla.

No puedo resistir la tentación de comprar un libro en que un autor ha recopilado “mil años de poesía europea”. Hojeo y ojeo. Tiene algo de milagroso ser capaz de escribir versos que merezcan ser recopilados entre tantos y colocarse en las páginas de un solo libro que entresaque y elija entre los escritos, y conocidos, claro, por el recopilador, durante un milenio de cualquier ámbito cultural. Bueno, en realidad ya es un extraordinario milagro que los humanos seamos capaces de hablar y de escribir y así tener la a pesar de todo remota posibilidad de entendernos. Con lo fácil que sin embargo es, y si no, que se lo pregunten a los que se aman o se odian, que con qué facilidad se lo acreditan, unos a otros.

En estas antologías ocurre siempre algo parecido: entre los antiguos, casi todos los poemas son excelsos, pero entre los cada vez más modernos, se le va viendo al antólogo el plumero de sus preferencias, y ya la calidad se entrevera y hay de todo, incluido algún que otro ejemplo mediocre, que, deslizado entre tanta maravilla, hasta mejora de calidad, como si también aquí jugara esa especie de contagio que hace que algunas mascotas no sé si es que se parecen a sus amos o viceversa, a fuerza de empatía.

Caigo, a la vez, en esta inexplicable afición que se nos ha despertado a algunos por la literatura policíaca nórdica, pienso que debida a que son aquella gente, a la vez que parecidos, de costumbres tan radicalmente diferentes, del hacinado sur y por ello tan desasosegadoramente escépticos y tan separados como por el frío o la nieve unos de otros. Son –dice otro amigo- más ingleses que los ingleses. Y es cierto, si te fijas, cada autor maneja a unos personajes telepáticos, cuya relación describe como lograda a base de gestos, miradas y silencios, que de pronto desembocan en el exabrupto de un crimen. Algo que sus policías comentan como venido de más al sur, donde el sol, como un ascua, enciende hogueras pasionales a la vuelta de cada esquina.