sábado, 6 de junio de 2009

Ramalazos de malhumor y de benevolencia, alternos, tal vez como evidencia de que todo en este mundo ha de compensarse para lograr el equilibrio. Deslumbrante, para mí al menos, la filosofía, en torno a la esfera, que siempre me había fascinado, de Peter Sloterdijk. Por añadidura es sábado y he de salir, con mi viejo cocker, a comprar la carne, el periódico y el pan. Hace el calor propio de los aledaños del verano, pero lo suavizan ráfagas de brisa que al no venir del nordeste anuncia lluvia para el cambio de marea. Yo creo que los perros no son longevos para evitar que se hagan sabios. Dispongo de dos novelas, una policíaca y otra de aventuras, ambas deliciosamente intrascendentes, para suavizar el impacto de Hans Küng, por un lado, con el segundo tomo de sus memorias, y por el otro Sloterdijk, con su paciente estudio del simbolismo de la esfera, su forma esencial para comprender una porción de conceptos que se escapan porque todavía no sabe la criatura humana utilizar todos los recursos de su cerebro y por eso quedan tantos espacios de aproximación a la sabiduría que nos está destinada a los hombres desde el principio del tiempo y vamos desvelando con tanto trabajo, entrega y paciencia de muchos que luego nos explican a los más curiosos y menos capaces que venimos detrás, consumiendo sus migajas a medida que las dejan caer en libros, revistas, conferencias. Pongo en el fondo de la pantalla una fotografía de la aparentemente inextricable complejidad del entrecruzamiento de las ramas, aún vacías, de un soto. Hay un poema, en su figura, pero todavía no lo sé leer, y mucho menos expresar. Y eso duele, en alguna parte de la minúscula partícula que soy.

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