Ignoro por qué, pero la gente, esta multitud de que formo parte, se está cansando de al garrulería electoral y se nota, sobre todo en los pueblos pequeños, como éste, que es donde todo empieza, tal vez como u tsunami, que al parecer no es al principio más que una leve ondulación en la mar. Hablan demasiado y con demasiada frecuencia. Apenas se acaba una propuesta electoral, ya empieza otra, que si locales, comarcales, estatales o interestatales, que por añadidura mezclan los asuntos, supongo que es porque tienen la cabeza llena de pretextos con que devaluarse recíprocamente, hasta el punto de que me han llegado a convencer de que piensan más en contarme lo poco que vale el adversario, cuando deberían hacer gala de los merecimientos propios, y, como consecuencia, de lo aconsejable de sus propuestas. Pero no. Se ocupan más de contarme lo feo que es el otro que hablarme de sus méritos estéticos, todo, claro, en el ámbito moral de la fealdad y la belleza.
Creo que debería preocuparnos que sean tantos. Porque es que además hablan constantemente y dan la impresión de que más de la mitad del país trabaja desde la administración y hay cada vez menos ciudadanos, contribuyentes o como quiera que se prefiera llamar a la demás gente. Diecisiete empresas políticas autónomas, cada una con sus tres poderes y la multitud de asesores de los integrados en cada uno de dichos poderes deben sumar otra multitud que sólo contribuye a eso que llaman el producto interno bruto, dicho sea con optimismo y benevolencia, con sus consejos, servicios y contemplaciones. Me recuerdan aquello, genial, de un autor, Noel Clarasó, tan indebidamente olvidado, que en sus Observaciones y máximas de Blas contaba que le gustaba tanto el trabajo que no podía vivir sin ver trabajar. Y aún añadía con cierta sorna que no podía comprender que se le exhortara tanto al trabajo, cuando la mayoría de los santos habían sido contemplativos.
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