domingo, 7 de junio de 2009

Día de votar. Mi voto, microorganismo perdido entre las miríadas de semejantes y diversos del plancton del océano político, sin conciencia de identidad, y, caso de no integrarse en alguna mayoría o en una minoría numerosa, palabra perdida en el aire, arena en el desierto, mi equivalente porcentual entre los cuarenta y seis millones largos de españoles, apenas nada entre los más de seis mil quinientos millones de habitantes del mundo. El mundo, si bien se mira, no puede ser más que como es, y las leyes del caos no podrían ser otras que las de un probabilismo de supervivencia del orden desordenado en que nos mantiene en constante ebullición la polivalencia esencial humana, que las ocurrencias de la imaginación sorprenden, además, sin pausa, sosiego ni atención a la razón, tan obcecada siempre en registrar y anotar causas y efectos donde las causas son siempre sorprendentes y los efectos incalculables siempre. Crece el haya, inicialmente un sencillo esquema, cuando arbusto y nada más crecer, fagus silvática, habitada por pájaros e insectos sin cuento. Es igual, iré a votar y una hilera de jóvenes paladines de todo un muestrario de las ideas y los dislates políticos me mirarán, conmixtión de esperanza, desprecio y rencor, según piensen que estoy o no de acuerdo con sus respectivos líderes, cuando el presidente diga eso de “votó” y en seguida, se olvidarán de mí y escrutarán el propósito del siguiente. Dios los libre del escepticismo y de la desesperanza.

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