Decir y contar. Se empieza casi siempre diciendo algo de lo que maneja el subconsciente cuando creemos no pensar en nada. “Nada” no existe. “Nada” es “algo” disfrazado de sutilidad, adelgazado en su esencia, en apariencia inexistente, pero que está ahí, ocupa su espacio. Y por eso, el decir se transforma y a poco en contar, Quien cuenta, si sabe hacerlo, si es una persona transitiva y capaz, te encandila, primero, luego se apodera de una esquina de tu civilizada manera de estar.
Conozco desde hace cierto tiempo, no demasiado, a una excepcional narradora, que cuenta con aparente inseguridad y capta así la atención respecto de aquello de que pretende informarte.
Supongo que su tentación de mentir debe ser grande. Yo la tendría. Mentir un mundo. Siempre he envidiado a quienes como decía Kipling, saben contar una historia, para contar la historia diferente, la jamás acontecida, la que habría cambiado el mundo, o, sencilla y simplemente, sido la historia de otro.
Lo que pasa es que casi con toda probabilidad, cualquier otra historia de otro mundo, sería peor que la de éste. La historia de nuestro mundo, casi siempre mentida en todo o en parte por sus historiadores, es la de un hermoso mundo en que ha sido bello vivir hasta para los menos afortunados. Vivir ha sido, es y será siempre un hermoso privilegio de que poquísimos disfrutamos. Que ha habido miles de millones de personas, pero es inimaginable el número de las que habrían sido posibles y sin embargo no nacieron. Permanecen en el no ser, pendientes de llegar o no a estar vivas siquiera un momento, con la facultad de vivir y de recordar, y, en definitiva, de ser
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