jueves, 25 de junio de 2009

No es fácil entrar en el verano. Se apura el calor y mezcla con humedades inesperadas, que lo multiplican. Para colmo, nos advierten de que en otoño llegará a Europa el grueso del ejército viral de la gripe ésa que empezó siendo la del cochino y ahora, para que nadie se moleste, tiene aspecto de contraseña de protección de algún programa de ordenador. Casi fuera de junio, transcurrida la noche mágica, del fuego y del agua, del señor san Juan, con el penúltimo premio literario recién concedido a Ismail Kadaré y semileido el Stieg Larsson de final de tríada, no se atreve el sol a asomarse del todo y atisba por las hendijas de entre los nubarrones gordos, algodonosos, llenos, parecen, de pereza de lluvia. El verano, o esta niebla tal vez, están tapando asimismo la crisis. No se habla de que falta dinero en la faltriquera del que más y el que menos, pero hosteleros amigos me dicen que hay menores previsiones de veraneantes, y menos de veraneantes de los más despreocupados –los que dejan “el vuelto” íntegro como propina-. Se anunciaría, si pensáramos en él, un otoño desmedrado, asténico, “enfermocrónico”, pero no debe hacerse. El verano es tiempo de insensatez, de enamorarse de imposibles, de vivir en mundos feéricos u oníricos. Tiempo hay de pegarse el coscorrón contra la gran muralla de la cuenta de resultados familiar de setiembre.

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