viernes, 26 de junio de 2009

Farrah Fawcett ha muerto y queda probado así que ni siquiera el atractivo femenino mayor es inmune al tremendo misterio de la muerte, coleccionista de cadáveres absolutamente imparcial, para la que es indiferente destruir un fenómeno estético o llevarse de una brazada la fealdad misma, encarnada en cualquier deformidad humana. En pocas horas, de una pasada de las melladuras de su vieja guadaña, se ha llevado a Farrah, al que llamaban rey del pop y a mi buen amigo Severino, siempre escudando su bondad amable detrás de los cristales planos y redondos de aquellas sus elementales gafas inquisitivas. Viajó por el bachillerato, un año por delante de mis cursos, pero desde hace tiempo sólo charlábamos ocasionalmente, al cruzarnos cada día por la calle. Farrah fue ángel de Charlie, nos deslumbraba a poca distancia de Audrey Hepburn, Eve Marie Saint y tantas otras chicas de nuestras escapadas de fin de semana por los entresijos de la plana ciudad de las pantallas de los cines clasificados entre la inocencia y el pecado de cada anteiglesia. Y Jackson era menos de mi mundo, lejos siempre de su sentido musical, lejos del mío, más en el jazz y los minigrupos de cuerda en que la música se hace intimidad. Pero los tres se han ido de algún modo juntos, y si hay algo de verdad en la metáfora de la barca que atraviesa cada tarde el último río, lo habrán pasado juntos, hablando ya el mismo idioma sin palabras, supongo que tan estupefactos como cada humano creo que quedaremos al descubrir la verdad desnuda de la otra ribera, doblada ya la esquina de la luz definitiva, disuelta, expandida, concentrada … ¡vaya usted a saber!

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