Permanece en ser una y ella misma, el alma –diríase que el alma es la chispa de la vida, inserta en lo esencial de cada humano, si no fuera porque algún publicista devaluó la metáfora al incorporarla a la propaganda de una bebida por otra parte respetable, porque es la parte de energía que nos convierte en lo que somos, dentro del barro molecular, atómico, compuesto de partículas progresivamente más pequeñas a medida que inventan los genios métodos de ir descubriendo universos menores, siempre paralelos, tal vez concéntricos-, de tal modo que envejece el envase y se deteriora, pero abajo, en el fondo de mi interior, del de cada uno, permanece invariable ese mínimo chorrito de aquello en que la vida en realidad consiste, inaprensible todavía para nuestro conocimiento, pero evidente.
Lo malo, ya apunto, es el deterioro del envase. Esta degeneración que nos impide correr en busca de la raya del horizonte, la lentitud de cada gesto, la torpeza con que derribamos los adornos del aparador. Y lo que es peor, que cada día nos cueste más acabar de disfrutar de cada párrafo o cada detalle. La chispa del alma se desespera, en su centro de mando, su cubil, el camarote del vivir. -
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