Me cansan esas voces de los grandes visires –decía el califa del “comic”- y no me extraña. Los grandes visires, y más cuanto más pequeñas son sus venerables cabezas, tienen mayor anhelo, como el del cuento, de convertirse en califas, en lugar del califa, y ronronean suavemente a su alrededor, al acecho de un gesto de desaliento de cualquiera de los califas reinantes. El desaliento de los califas es, para los califas, muy peligroso, porque los pone al alcance del arco, las flechas y la cimitarra de cualquier visir que pase por allí en aquel preciso momento. Pero ¿quién no se desalienta alguna vez, sobre todo cuando toma cuenta del comportamiento de la mayoría de los grandes visires que en el mundo de los califas han sido?
¿Una parábola?, ¿una fábula?, pues no. Sencillamente, una reflexión suscitada al contemplar las páginas de un “comic”, antes “tebeo” viejo y amarillento, que encontré hurgando en el desván. Los desvanes son como islas del tesoro, que enredas y desbrozas aquí y allá, y, cuando menos, te encuentras con un libro olvidado, es decir, un tesoro.
Hay tesoros que prefiero al proverbial cofre en su día oculto en una sibila de cualquier ínsula, rodeado de esqueletos de piratas que su comandante solía en las novelas matar allí mismo para evitar la proliferación de mapas y como consecuencia de buscadores de tesoros. Un viejo libro, una fotografía, incluso una telaraña brillando al sol, son preferibles a un arcón de peluconas que en seguida nos sumirían en un terrible pánico de que pudiesen venir a quitárnoslo.
Para la paz interior, no hay mayor tesoro que el de no encontrar un tesoro de piedras y metales preciosos. Cuando no se tiene nada o se tiene poco, cabe en la imaginación la posibilidad de tenerlo todo, cosa que no ocurre cuando cualquier temor te ofusca.
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