Estuve ayer por ahí, deambulando, ¿votaste?, y el preguntado se encogía de hombros, probable miembro de la mayoría silenciosa de los abstenidos. Resulta curioso comprobar que votamos ferozmente en masa cuando se trata de ventilar los rencores habituales ,y en cambio, cuando se trata de Europa, es decir, del futuro que viene, tal vez, aunque sólo sea tal vez, por lo menos principio de una solución para la supervivencia humana.
Algunos ya no hablamos de buscar la felicidad, esa utopía, sino de la supervivencia. Ya lo hemos, los humanos, ensayado casi todo para atajar hacia supuestas buenaventuras fallidas todas. Ahora tenemos que empezar a tomarnos en serio la reconstrucción de una sociedad en que la gente se apoye recíprocamente, para tratar de convivir y así vivir la mayor cantidad de tiempo posible. ¿Valdrá la pena?
Llevamos muchos años intentando prolongar la media de edad de supervivencia –las mujeres con mayor éxito que los hombres y alrededor de diez años más, con lo que acreditan ser el “sexo fuerte”-, y tal vez, sin embargo, no valga la pena. Muchos de los hombres que dejaron huella marcada por diferentes razones en la historia, no vivieron ni siquiera la mitad de lo que ahora se sobrevive por término medio en el primer mundo, donde muchos se hallan recogidos, casi inertes, el las galerías de cómodas residencias, sin que casi nadie se ocupe de averiguar lo que sin duda piensan, imaginan o se lamentan en silencio, arrepentidos u orgullosos por haber hecho o dejado de hacer.
Allá vamos, el perro y yo, ambos con la media de supervivencia rebasada y por lo tanto en época de propina. Se me ocurre pensar que en este universo de compensaciones y equilibrios que determinan las leyes posibilistas del caos, alguien tiene que haber muerto antes de tiempo para que el cocker y yo estemos sobreviviendo, oliendo este aroma, mezcla de río, primavera, humo, tierra mojada y mar abierta con que la primavera estudia cómo echar el cierre de este año, a poco menos de quince días de su fin oficial.
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