Cada año, por estas fechas, la primavera me obsequia con un catarro que empieza por cosquillas en la garganta y poco a poco se va ahondando pecho abajo hasta la tos perruna que duele y no arranca ni se ablanda hasta que pasa el tiempo de cada catarro, que suele oscilar entre los nueve y los quince días entre unas cosas y otras. Ahora mismo pienso que voy por la mitad del que a este año de gracia corresponde.
Los catarros, en que nadie se fija porque los médicos siempre han dicho que no tienen más tratamiento que un analgésico, paciencia y no coger más frío, son fieles a la humanidad doliente como los perros, que desde que se me tieron en los hogares de los humanos, no han vuelto a salir y entre zalemas y gruñidos se abren espacio en que desarrollar su vida a nuestro lado y hasta provocar llantinas cuando mueren con esa prisa por morir que tienen los perros, cuyas añadas, según los que saben, equivalen a siete de los humanos.
Aparte de coincidir en esa erre doble y terca de las palabras que los identifican, perros y catarros son mucho más previsibles que un gato, pongo por ejemplo, que nunca sabes cuando se va a ir y no volver, resuelve sus celos en los barrios bajos que por paradoja mantiene en los tejados. Yo los prefiero, con mucho, a esas otras terribles enfermedades que entran tan insidiosas, casi invisibles, como los gatos, pero no suelen perdonar, también como ellos, que hay quien dice que conservan las ofensas en la memoria de sus ojos amarilloverdosos, de nictálope, que siempre que te miran, se te antojan, pienso que sin motivo, amenazadores, tal vez por eso de que solían atribuírseles amistad con las brujas de antaño, que las quemaron a ellas y los dejaron huérfanos a ellos, tal vez inconsolables.
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