lunes, 2 de abril de 2007

Leo en un folleto que se proyecta publicar un tomo con los diarios completos de Ionesco, y eso, unido a la condición de lunes del día de hoy, me trae a sumergirme de modo deliberado en una aproximación al teatro del absurdo del maestro, y concretamente al clima de Rinoceronte, única de sus obras que tuve oportunidad de ver representar en una teatro de la Capital, donde yo entonces residía en mi condición de estudiante oficial –digo lo de oficial porque estudiante lo es uno, por lo menos lo soy, a lo largo de toda la vida, con la variabilidad de que ser estudiante oficial, obligatorio, aficionado, inconsciente, etc. Lo común es la curiosidad. Hay una porción de gente, entre que figuro, a que le gustaría enterarse de la prodigiosa multitud de cosas y de conceptos que nos rodean y se nos escapan o que sólo captamos en uno o varios de sus matices o de sus facetas. Y encima está el hecho terrible de que cada vez que algo se aprende, esa aportación hace crecer a nuestro alrededor la sombra, que es conciencia, de lo que ignoramos. Cuanto más aprendo más mayor es mi convicción de que crece la apreciación de la dimensión de lo que ignoro, volviendo atrás, era yo estudiante oficial y me deslumbró Rinoceronte. Después leí La cantante calva y empecé a darme cuenta de la condición laberíntica del deslumbrante fenómeno de vivir en un mundo realmente incomprensible, dotado de un atisbo de la facultad de comprender. Recuerdo aquella tarde. Con muchos de sus detalles. Otros, como suele ocurrir, los he perdido. La memoria no funciona como una filmoteca, sino como un álbum de fotografías, sólo realmente útil para su coleccionista, que es el único capaz de poner en la mirada la porción indispensable para que el recuerdo esté integrado por un momento, en tiempo y espacio, una mota de polvo brillante que flota en un rayo de sol, dotado de vida.

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