lunes, 9 de abril de 2007

Acabo de escribir un prólogo que se me ha escapado de las manos porque yo pretendía decir una cosa y él, muy ladino, ha salido por otra como quien por peteneras y al final era diferente de lo que pretendía el autor, que como queda dicho soy yo. Un prólogo debe ser cosa de nada y me ha salido enjundioso, debe ser el puro esqueleto de un disimulado elogio del autor del libro, pero como en el caso también soy autor del libro, alabarme, siquiera fuese disimuladamente, sería hacer trampa. Entonces, el escrito, por sí solo, ha tirado por vaya usted a saber qué desconocida calle y se me ha puesto entre serio y bromista a tomarme a mí mismo el pelo, como si fuera uno de esos personajes que inventas para un cuento, sabes que son de papel cartón y de parra gorda y en un momento dado, sin previo aviso y mucho menos permiso, se te suben a las barbas y se ponen muy orondos a fingirse de algún modo humanizados con más afán de independencia que don Simón Bolívar. Paciencia. Es lo que tiene inventar gente. Tienes que arriesgarte a que te salgan torcidos y tan difíciles de enderezar que acabas por dejarlos de la mano y tu obra, que era una comedia, acaba en ciencia ficción o hasta en drama. En este caso, sin embargo, no. A trancas y barrancas reconduje el prólogo a su proyecto y me ha quedado aceptable, por lo menos en mi opinión, sin duda benévola y predispuesta a disculparme a mí mismo. Es ciertamente curioso, a mí me maravilla la facilidad con que encontramos abundantes explicaciones para nuestros errores y lo que nos cuesta pasar por los ajenos.

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