viernes, 16 de marzo de 2007

Esferas de todos los tamaños, materiales y colores. Las colecciono porque me fascinan por ser tan sencillas y completas a la vez. Leo el ejemplo de la antigüedad, válido para una elemental explicación de parte de la teoría cuántica, según el cual, para un escarabajo que recorriese una esfera, sería infinita –puesto que nunca encontraría un quiebro, una señal, solución de continuidad- a la vez que sería limitada. El amor también puede explicarse mediante una esfera. Tal vez encierre una posible explicación universal, a la vez misteriosa y sencilla, con ese aspecto, esa forma impresionante que tiene, cerrada sobre sí y con todos sus puntos equidistantes del núcleo inalcanzable, sin destruirla y por lo tanto inalcanzable, de su centro. Las voy colocando por ahí, cada una bella a su manera, desde las transparentes de cristal hasta las sencillísimas, opacas, tersas si bien terminadas, de madera lisa y suave, como es la madera o de acero, rotundas. Cada vez tengo más, porque compro, me regalan, encuentro. La mayoría son muy baratas, por elementales. Pienso que no podría apreciar una esfera de metal precioso. Podría ser tentadora, despertar la avidez. Las buenas son las sencillas esferas que nadie mira si no es por admiración o por simple curiosidad. O como un señor que me miró de arriba abajo y opinó que estaba chiflado. Me gustan. Algunas las tengo repetidas, como unas cuantas de madera que voy comprando cada verano en los puestos típicos de mercados tradicionales de artesanos, o las de cristal que tienen pintado el mapa del mundo, que ya me regalaron varias. Hasta tengo una que en sus buenos tiempos fue bola de billar.

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