miércoles, 8 de octubre de 2008

Duele mandar que decapiten los árboles amigos, hasta hace poco pletóricos de una polícroma multitud de vocingleros pajarillos que inundaban el aire del verano, pero justo ahora estaría a diario cayendo su hoja en el canalón del tejado, tupiéndolo, alimentando la vida de plantas nuevas, que la vida es así, aprovecha cualquier resquicio y se apoya en la muerte misma y en la podredumbre para trasmutarse en vida nueva, de otra especie o de muchas. Y vino una horda de hombres y el ruido de los serruchos mecánicos y de una pasada talaron media docena de arces que mecía el viento del sur. Ahora, en su lugar, se han instalado la luz, el aire y la tristeza de no verlos, tan presumidos a cada ráfaga. La vecina de al lado, reencarnación tal vez de la Reina de Corazones, desde la ventana gritaba lo de ¡que las corten la cabeza!, sólo que ella decía que lo cortasen más, por más abajo, no fuese a venírsele encima la copa, cualquier noche invernal de brujas y argayos. Quedaron, agazapados, los tocones, que estoy secretamente seguro de que van a retoñar en primavera. Y los estaré mirando para animarlos, que he oído decir que las plantas, y supongo que los árboles, crecen más y mejor si los animas. Ahora, por donde el follaje, se advierte la piedra dura, más vieja. ¿Estará la piedra viva? Pienso que sí, que todo lo está, en el planeta, con un modo de vida diferente, desde luego, pero debe ser cierto cuando todo muda, cambia y todo se desmorona, al final, para conformarse de otra manera, ser de otro modo y volver a vivir, nacer, ser vida distinta, como si la creación se estuviera renovando sin cesar, dispuesta a saltar como los atletas olímpicos, siempre un poco más allá, más alto, más fuerte, más lejos.

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