Una ciudad pequeña se distingue de otra grande en que en ella, en la pequeña, la mayoría de las personas, o por lo menos muchas de las personas con que te cruzas por la calle tienen nombre y apellidos o por lo menos un apodo, un mote, un alias que las identifica, y otras tantas te suenan a ser hijos o nietos de alguien con nombres, apellidos o mote, alias o apodo. La ciudad pequeña tiene por añadidura muchos rincones que podrían servir de refugio a tus diferentes estados de ánimo, y casi sin pensar, subconscientemente a veces, tus pasos te llevan a un lugar u otro, un clima, un territorio, el sitio donde encontrarás aire respirable o compañía que suele pensar como tú o de modo diametralmente opuesto, ofreciéndote, en este segundo caso, la posibilidad de mantener incruentas polémicas mediante que el violento chorro de tu adrenalina se dispersa y te vacías de la mala uva, la mala leche, la tristeza, la melancolía a que te había llevado algún fracaso de tu capacidad de amor o de entusiasmo.
En tono menor, ya van el pueblo y la aldea, Muchas veces he repetido que los pueblos, con frecuencia, se acomodan a uno de dos tipos, sobre todo según se miren, sin profundizar demasiado o a fondo, en pueblecitos azorinianos y villorrios faulknerianos, según te parezcan engañosos paradisíacos remansos de paz y estética folklórica o lugares donde las personalidades de gente que se conoce casi tan a fondo como los familiares de cada familia se conocen entre sí, chocan, se rozan, salpican y contagian procurando en multitud de ocasiones herir a fondo justo donde más duela, que de seguro se sabe por cada antagonista.
Y mira que sería fácil, conociéndose –sobre todo a uno mismo, capaz de cada gesto de ternura o de cada atrocidad en que incurra cada otro-poner los cimientos de una buena amistad, cooperar recíprocamente, quererse. Ya lo dijo aquél: “video meliora, proboque …” etc.-
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