viernes, 3 de octubre de 2008

Hay que ver –me llaman de una bienal- lo poco que tarda en pasar el tiempo, los dos años de cada dos años y esa otra multitud de plazos que cada año se van inexorablemente cumpliendo, incorporando a lo que nunca rebuscaremos, probablemente en una memoria que se parece tanto a la biblioteca en que enterramos someramente, a flor de vistazo los libros que nos conmovieron y pocas veces releemos, si acaso para comprobar la cita recién hecha en lo que estamos escribiendo. Un encuentro ocasional y alguien te pregunta si recuerdas cuando hace once años nos encontramos en aquella ciudad –Dios mío, intercalas, ¡once años!-, y se superpone el hecho de que justo hace once años, en aquella ciudad, celebrabas el aniversario de algo ocurrido cincuenta años antes, y entonces sí que es como si de súbito y sin beber gota, me hubiera emborrachado y todo gira alrededor hasta retroceder los sesenta y un años que ahora hace de lo que celebrabas el cincuentenario y todavía está, sin embargo, fresca una parte importante de lo entonces ocurrido –alegre-, y puede que sea porque lo especialmente alegre o lo que estuvo cansado, impregnado de tristeza, vergüenza o dolor, queda como taraceado en la parte dura –pétrea- de la memoria, como uno de esos impresionantes fósiles que quedaron atrapados en el ámbar y en su último gesto, tal vez un esfuerzo hecho por la esperanza, camino del futuro que de otro modo alcanzaron puesto que están ahí, aparentemente intactos.

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