miércoles, 15 de septiembre de 2010

Como es lógico, cada día que pasa, le cuesta más al sol imitarse a sí mismo. Nos resistimos. Cuesta quitarse el verano, o, mejor dicho, irse poniendo el otoño, por más que, insinuante, nos convoque con el olor a humo de la rastrojera, la suavidad del color del bosque, siena pálido, con destellos de brezo como secretos apenas aludidos. Cada vez menos gente en la calle, casi ninguna en la playa, el agua tersa y transparente, crecida con estas mareas altas del Cantábrico que no sé quien me dijo el otro día que es una de las barriadas periféricas, especie de favela, del Atlántico. ¡Qué sabrá él! Marineros de agua dulce, ignorantes de tierra adentro, incapaces de descubrir, nada más vernos y verlos, que cada mar litoral es una patria para los nacidos en su orilla, embriagados poco a poco, durante toda una vida, si no de sus humedades, de la nostalgia de ellas. Cada patria tiene su nombre, de tierra paterna y materna a la vez, que la tierra es andrógina, masculina, femenina, concibe y pare una parte de nuestro ser esencial, que contribuye a la vez a identificarnos y diferenciarnos. La patria no es necesariamente una nación, ni siquiera un planeta. Es un sentimiento vinculante y compartido con los demás de la propia especie y con la tierra. No quiere decir nada que haya quien no lo tiene –sufre o disfruta, según-. También hay quien la faltan capacidades o partes aparentemente esenciales y sin embargo sobrevive aferrado a la más mínima precariedad de esto que llamamos vida y es a la vez privilegio y sufrimiento atroces ambos. La patria, que las hay chicas y grandes, tiene alma, pasado y futuro, origen y destino. Puede incluso morir, como cualquiera, porque es algo vivo, y cuanto vive está en permanente riesgo de morir para que la vida se recomponga como se descompone, supongo que con dolor, la luz en el arco iris.

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