Supongo que cada país da motivos con su comportamiento global, suma de todos los individuales, dividida entre el número de sus habitantes para que uno cualquiera de esos habitantes se sienta a la vez orgulloso de formar parte del grupo social que lo constituye y avergonzado de ello, apesadumbrado y feliz al mismo tiempo. Se parecerán, digo yo, todos los países, cada uno con su peculiar cultura y los correspondientes principios y con su masa de gente respetuosa con todo ello y su otra masa anarquizante, siempre disconforme, de que sin duda forman parte los elementos contraculturales, la provincia sombría del conjunto nacional.
Menos mal que, como aquel viejo filósofo de la antigüedad clásica, vuelve a ser posible presentirse ciudadano del mundo, siquiera sea al final de la larga lista de especificaciones a la moda: villano de tal villa, comarcano de tal comarca, autónomo de tal autonomía, nacional de tal nación, continental de tal continente, y, muy al final, ciudadano del mundo y comunero de la comunión, comunidad de los santos.
Quedan de momento apartados de nuestra atención esos ciudadanos de la mirada vacía, hambrientos y sobre todo sedientos, incapaces de pensar porque primum vivere y ellos han de ocuparse primordialmente de encontrar comida y sobre todo bebida para llegar a mañana, ni siquiera a la semana o al mes que viene, a mañana, por lo menos.
De todo lo que pasa en el mundo, merece una página de la revista quizá más hojeada, ojeada y leída de este lugar una barriga preñada.
Servirá, digo yo, la estético de su tersura, para disuadir a alguna que otra de la tentación de abortar.
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