Compro en la librería de mi pueblo “Los Kennedy”, autobiografiados por el más joven, ya envejecido, primero, y ahora, hace poco, muerto. Una historia que ha despertado mi curiosidad, como en su tiempo, sus protagonistas, mi admiración, truncada a tiros por nadie creo que sepa a ciencia cierta quién, que no es sólo, nunca, el que mueve el gatillo del arma o quita el seguro a la bomba, sino el secreto manipulador que sobrevive tanto a las revoluciones como a los magnicidios porque nunca interviene personalmente, nunca lo salpica la parte oscura al lado de que habita, pero sin dejar que lo alcance, o que los alcance, que a veces son varios y hasta muchos, ni la esquina de la capa ni el hálito del miedo.
No es oro, a veces, todo cuanto reluce. Pues claro. Somos personas, hombres y mujeres, gente, y, como tales, capaz cada uno desde la mayor ternura hasta la última bajeza. Pero esa capacidad de brillar, que también el latón tiene, destaca a algunos cuyo empuje advierte toda la humanidad como un soplo de aire fresco, compatible con los inexorables vicios que cada cual padecemos y que padecemos y ejercitamos todos. Y, a los mejores, solemos ponerlos bajo la lupa de esa envidia que no nos deja descansar hasta que, localizada una debilidad, comprobamos que también los mejores, al fin y al cabo, son como somos, falibles, débiles y por algún detalle al menos, susceptibles de que se les condene.
Al mismo tiempo, compro una “Historia de las lenguas hispánicas”, con la secreta esperanza de que me explique el por qué de este empeño en diversificarnos, hacernos diferentes, separar lotes incapaces de entender al vecino más próximo, so pretexto de que nos identifica cada idioma, cuando, todos hombres, la vocación que tenemos es la de entendernos cuantos más mejor usando los mismos giros, palabras que la mayoría sepamos capaces de entender según el tono o el contexto por lo menos. Ayer en la tele, un ilustre académico me dejó boquiabierto con la novedad de que una gramática no se confecciona para mantener entre reglas a cualquier idioma, sino para permitirle que se complique y complique de tal modo la complejidad de sus diferencias de concepto y sentido, según el espacio de utilización que al final incluso seremos incapaces de entendernos los que en teoría usemos el mismo idioma, cuando con las mismas palabras lleguemos a pretender expresar ideas y conceptos diferentes, por el procedimiento de darles distintos significados.
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