Había escrito una diatriba sardónica brotada del debate en marcha sobre cómo se ha de descubrir, seleccionar, nominar y proponer un responsable de algo, pero la borré de un teclazo, como permite hacer ahora este invento singular del ordenador casero, desde el que son tantas las posibilidades que se intuyen que hasta puedes sentirte importante. ¿Os figuráis a Sócrates o a Platón, su al parecer inmediato y laborioso discípulo, disponiendo de un artilugio como éste ahora tan habitual entre nosotros?
Cualquier pelafustán, yo mismo, dispone de una tribuna a que subirse, asomarse y atreverse a opinar incluso acerca de lo que nadie lo llama. Porque concernir, sí que nos concierne a todos la cosa pública, pero si de Sócrates nos cuentan que ya hacía el pueblo poco caso, y era Sócrates, ¿para qué vamos a opinar los que ni a la suela de la sandalia le llegamos a aquel viejo zorro de Zenón de Elea, tan divertido con lo del juego de Aquiles y la tortuga?
Cierto que el hombre es viejo sobre la tierra, pero no hay que darle prisa, desde aquello de los neandertales ha pasado mucho menos tiempo y tampoco hay por qué urgir que se invente el modo perfecto de gobernar los intereses generales, cuando, llegado que hubimos al tercer milenio de nuestra era, nos cuesta tanto hacernos a la idea de que podría convenir asociarse a por lo menos los europeos, para eso del mercado, el mundo más pequeño, la aldea global.
Mejor hablar del tiempo. Se ha pasado, decía uno de estos días alguno de los periódicos ojeados por mí, otro sabio, a la convicción de que hay cambio climático de veras. Y lo único que me consta es que las estaciones no son como eran y que se producen fenómenos de dimensiones sorprendentes y amedrentadoras. A título personal, yo no había sudado nunca tanto como este verano recién entrado en su última etapa. Pero es que tampoco había sido nunca tan viejo. Un verdadero lío.
Pasa un poco con la democracia, de la que sesudos varones habían asegurado que era la mejor de las malas fórmulas políticas de organizar la sociedad y ya veis lo que pasa. Parece como si una por una, todas estas fórmulas políticas las fuese desgastando el ingenio de los hombres, empeñado constantemente en hallar modos de ir gastándolas, como erosionándolas, forzando sus normas hasta el límite, doblándolas buscando siempre, como las especies, la hegemonía de los más fuertes, de los más hábiles, tal vez, Marinas nos ha ayudado mucho a distinguir conceptos, más que de los más inteligentes, de los más ingeniosos.
El ingenio es, como la palabra, una peligrosa arma que también puede usarse para bien y para mal, cuyo uso no puede limitarse ni prohibirse como se hace casi siempre con las armas blancas y las de fuego
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