viernes, 17 de septiembre de 2010

Hay una especie de templo, en el interior de cada persona, donde es a veces posible refugiarse. Indispensable, para lograrlo, hallarse en paz consigo mismo en ese preciso momento. No importa encontrarse o no en compañía ni que se esté o no rodeado de más o menos relativo silencio. Dentro de uno mismo, la vida se reconcentra, logro ser el mismo de todo el trayecto. Pasado y presente se integran en una esfera cerrada sobre sí donde soy, de algún modo, pero en suspenso, en la burbuja de mi yo más íntimo. No tengo edad, no soy feliz o desgraciado. Soy, simple, sencillamente, yo. Sin comprenderme tampoco, puesto que esto no ha sido todavía la muerte y no me he asomado al lado de allá de la cortina, sino sólo reconcentrado de éste. No hace falta comprenderse para sentirse. Lo que ocurre es que aquí dentro todo se limita a unas dimensiones diferentes de las que cosas, personas y sentimientos tienen fuera, donde reciben la luz y pertenecen a un tiempo, un espacio, unas circunstancias que o desdibujan o distorsionan.

Al abrir los ojos y reintegrarte a lo habitual, descubres que eres el mismo, con tus características actuales. No has viajado en el tiempo, es físicamente al parecer imposible, al menos por ahora. Te has detenido, y la sensación más parecida que conozco es la de sumergirte en el agua, abrir allí dentro los ojos, sin poder respirar, claro, pero consciente de hallarte flotando fuera de algo y dentro de otra cosa. Al salir, si ha transcurrido cierto lapso de tiempo, respiro, recobradas las perspectivas, con avidez.

Ya no flotas en el interior de la mar, sino que de nuevo estoy pisando la tierra y me muevo con la habitual torpeza de mi vejez, este precio, que hay que pagar y gustosa, pero trabajosamente se paga por y para sobrevivir amparado en los avatares de la convivencia. Tan áspera y tan dulce, tan agria y llena de ternura.

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