lunes, 13 de septiembre de 2010

Leí hace muchos años aquel inquietante libro de Julien Greene que se llamaba “Si yo fuera usted”, en que el protagonista, utilizando magias oscuras adquiría la posibilidad de transformarse, mediante cierta frase, en cualquier otra persona que tuviera al alcance de la vista. Lo recuerdo al hilo de la posibilidad, que ahora mismo se me ocurre, de imaginar que yo fuese otro y leyera, desde otro punto de vista de otra personalidad, lo que tengo escrito. No puede hacerse. Lo escrito es como la sombra de uno, forma parte huidiza, irreal, de uno mismo, inseparable. Ni puedo juzgarlo, ni criticarlo, ni probablemente entenderlo. Es la misma dificultad que ya el filósofo dejó escrita al advertir de la probabilidad de que una de las mayores dificultades con que puede un humano tropezarse es la de intentar conocerse a sí mismo. Dime –sonríe sardónico Sancho Panza desde el rincón de sus refranes- de lo que presumes y te diré de lo que careces. Puede que si fuésemos capaces de juzgarnos y criticarnos, seríamos incapaces, tan intransigentes como solemos ser, de comprendernos y absolvernos. Cosa que gracias a la incapacidad de contemplar nuestra figura y nuestra proyección hablada o escrita, con tanta frecuencia hacemos con cualquiera de las muchas disculpas que se nos ocurren nada más haber cometido cada error, aún así, en ocasiones, imposible de ignorar, o cada falta, que en seguida metemos entre lejía y detergentes de esos que la tele anuncia y cada vez dicen que lavan más blanco. Por lo menos, la imposibilidad de criticarme, me permite el desahogo de seguir escribiendo como si lo hiciese todo lo bien que sueño. Escribir es un modo de compartirse, además de con los amigos, con inesperada gente desconocida, que ni ellos sabían que existíamos, ni nosotros sabíamos que estuviesen ahí.

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