lunes, 28 de abril de 2008

El sábado, treinta grados centígrados de súbito en un asombrado termómetro, voy por la vieja carretera de la capital de la provincia, curvas y más curvas laberínticas, que llega un momento en que como los niños cuando juegan a la gallina ciega, no sabe uno muy bien si va o si viene, sonando por todas partes los regueros antiguos, las torrenteras, un atolondrado piar de pájaros que justo en cuanto hace sol, ahora, en primavera, recuerdan el asunto que tienen pendiente y sin cesar reclaman incansables a sus hembras, que, como suele suceder, que dice la fábula, se hacen de rogar con melindres y semivuelos de disimulo. Vino el calor, engañoso sin duda, como si nos diese un repentíno pescozón, una colleja inesperada. Salíamos a primera hora, el perro y yo, y ya estaba el mirlo en el humeiro, sobre el río lleno de agua y luz mezcladas, batientes, espumosas, picoteando sus escalas más limpias. Se va volando y descubro que atraviese el camino de su vuelo la senda del mínimo jardín que cuida mi mujer en el patio y lo desborda de flores y limones. El mirlo tiene vocación de misterioso cuentacuentos, vestido como siempre va de riguroso negro, con el contraste amarillodorado, tal vez oro, del pico. Se mete por el zarzal como Pedro por su casa, sin que se le arrugue ni desgarre el atavío y se adivina que conoce los más intrincados caminos que pasan por entre zarzas, en su tiempo zarzamoras y madreselvas. Me gusta que su camino de huída atraviese el patio por que habitualmente correteas hormigas, lagartijas, un poco más avanzada la estación, salamandras y ciempiés. Sabía que lo frecuentaban los jilgueros, las lavanderas y los gorriones. No sabía del mirlo. Bajo el alero, el año pasado, hubo una familia de golondrinas. A los que echo afuera es a los caracoles, que se comen las hojas de los acantos y de los lirios.

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