En la mayoría de los autores que voy explorando cuando no encuentro ninguno de los viejos amigos en estas librerías de ahora –paciencia que en seguida hablo de ellas -no saben diría Kipling- contar una historia. Con eso está dicho casi todo lo que al respecto interesa. ¿Cómo va a entretener a nadie una fábula tediosa, que se retuerce sobre sí misma y de hace digresión artificial en cada metáfora inaceptable?. Las metáforas tienen sus reglas, que ni están escritas ni cabe enumerar, pero se adivinan cada vez que se encuentra una que molesta a los sentidos. La metáfora absurda, casi siempre forzada, a mí por lo menos, produce rechazo instintivo, que, repetido a lo largo de las páginas cuando es frecuente, dificulta la lectura, te echa del libro como una fuerza centrífuga.
Las librerías nuevas –muchas- son ahora espacios más abiertos. Tal vez con demasiada luz, o si, cerradas, demasiada luz blanca, temblorosa, hiriente. Dispersan multitud de libros sobre mostradores indicativos de “best seller”, “novedades”, “últimos nacionales”, “novela negra” y cien mil más, entre que están los “recomendados” y los “10 más leídos” de cada semana. Se editan libros a tutiplén, que diría la tía abuela, se dispersan, se devuelven a los pocos días, pasan inadvertidos los subjetivamente interesantes y no hay ni fondos ni anaqueles y armarios secretos en que hurgar en busca del tesoro secreto, inapreciable.
Tengo la curiosa impresión de que a mi alrededor, antes, no se leía o se leía poco, y por eso se editaban y se compraban pocos libros. Ahora se edita más, se compran muchos más, pero se sigue leyendo poco. Pregunta intrigante e intrigada, a que adelanto que no sé contestar: ¿para qué se compran los libros que no se leen?
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