miércoles, 16 de abril de 2008

En la mayoría de los autores que voy explorando cuando no encuentro ninguno de los viejos amigos en estas librerías de ahora –paciencia que en seguida hablo de ellas -no saben diría Kipling- contar una historia. Con eso está dicho casi todo lo que al respecto interesa. ¿Cómo va a entretener a nadie una fábula tediosa, que se retuerce sobre sí misma y de hace digresión artificial en cada metáfora inaceptable?. Las metáforas tienen sus reglas, que ni están escritas ni cabe enumerar, pero se adivinan cada vez que se encuentra una que molesta a los sentidos. La metáfora absurda, casi siempre forzada, a mí por lo menos, produce rechazo instintivo, que, repetido a lo largo de las páginas cuando es frecuente, dificulta la lectura, te echa del libro como una fuerza centrífuga.

Las librerías nuevas –muchas- son ahora espacios más abiertos. Tal vez con demasiada luz, o si, cerradas, demasiada luz blanca, temblorosa, hiriente. Dispersan multitud de libros sobre mostradores indicativos de “best seller”, “novedades”, “últimos nacionales”, “novela negra” y cien mil más, entre que están los “recomendados” y los “10 más leídos” de cada semana. Se editan libros a tutiplén, que diría la tía abuela, se dispersan, se devuelven a los pocos días, pasan inadvertidos los subjetivamente interesantes y no hay ni fondos ni anaqueles y armarios secretos en que hurgar en busca del tesoro secreto, inapreciable.

Tengo la curiosa impresión de que a mi alrededor, antes, no se leía o se leía poco, y por eso se editaban y se compraban pocos libros. Ahora se edita más, se compran muchos más, pero se sigue leyendo poco. Pregunta intrigante e intrigada, a que adelanto que no sé contestar: ¿para qué se compran los libros que no se leen?

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