Me quedo en la orilla, donde siempre estuvieron mis sueños y el miedo paralelo, de hacerme a la mar en busca de un destino que hay siempre del otro lado, donde la mar encuentra el sosiego de otra playa en que recostarse y soñar la espuma. Una playa es siempre para el que desembarca, para el viajero, para el emigrante, para el náufrago, esperanza de gente, de palabras, del tesoro, tal vez, escondido en tiempos de piratas por el más feroz de ellos, con cofres semiabiertos para enseñar la pedería y copas de oro y playa y candelabros robados de todas las iglesias recién creadas del litoral apenas descubierto por los luego conquistadores ávidos de oro.
Me quedo en la orilla, mirando la mar desierta, que arropa, dicen, no sólo el origen de la vida, sino su esperanza para cuando destruyamos los hombres nuestra ciudad entera y la hagamos inhabitable para casi siempre. La mnar que arropa tanta vida en el misterio de su agua.
Van y vienen los barcos de pesca, pero ninguno es mi barco. Es otra gente la que los gobierna, la que trabaja, la que se va en busca de lo que quiera que haya más allá de la raya del horizonte, que ahora mismo reescriben las siluetas mínimas de lo que podrían ser más barcos.
Las naves que atraviesan la mar no son como los coches. Los coches son abejorros zumbadores que no van a ninguna parte, los navíos se advierte que van rectos, pacientes, tercos, en busca de un destino, aunque lo desconozcan.
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