domingo, 28 de octubre de 2007

Siempre me han llamado la atención esas fotografías solemnes que todavía hay en las casas, sobre todo de aldea, de la boda de los abuelos y casi de cada hijos, salvo con los que esté reñida parte de la familia porque hubo lo que hubo cuando alguna de las particiones de herencia, esas duras batallas que cuestan tantos afectos. En las más antiguas son más solemnes y acartonadas las posturas. Se advierte más que es el traje que luego va a ser durante muchos años el de los domingos y fiestas de guardar. Va diferencia con esto de ahora, que haces una fotografía y se la mandas por teléfono a cualquier amigo para que vea cómo es la tarta que te estás comiendo en el parador del trayecto y se le haga la boca agua mientras tú disfrutas. Me impresionó en cierta ocasión que no sé con qué motivo profesional tuve que visitar una casa abandonada y habían quedado en una pared las viejas fotografías que ya no había querido nadie, con los protagonistas de varias bodas supongo que sucesivas y emparentadas miraban todos al frente, a la vez orgullosos y desafiantes. Más ellas, por cierto, que ellos es más fácil que en algún caso las estuviesen mirando cuando el fotógrafo, de aquellos que se escondían bajo el trapo a poner y quitar las placas y sacaban su platillo de magnesio para anunciar el relumbrón y el pajarito a la vez. Ese pajarito que como si fuese de un reloj de cuco averiado, no salía nunca. Se siguen haciendo solemnes fotografías de boda. Cada vez más parecidas a las postales cursis del siglo pasado. Pero ahora los novios se miran uno a otro con mayor frecuencia y se buscan fondos de película rosa. Mirar la propaganda de un fotógrafo es como recordar vagamente lo que ahora, además de la antes única fotografía, ahora cabrillea alrededor una batería de resplandores electrónicos que lo inmortalizan casi todo, desde lo sublime a lo ridículo. Y añaden película grabada con videocámara en disco duro.

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