El pueblo está abajo, acomodándose a la curvatura del fondo del valle en que desemboca el río, ya ría, contoneándose antes de llegar a la mar, como si se recreara en presumir para que lo miremos hacer sus dos o tres curvas para luego regresar a su mar original. Y me gusta subirme al borde y mirar hacia abajo, la aglomeración de tejados por entre que van las sendas habituales de la gente que hace cada día las mismas cosas a las mismas horas, casi siempre,
supongo que para tener la seguridad de no equivocarse. El pueblo se estira, en la medida de las posibilidades del estrecho álveo en que se aloja, para intentar repartirse el sol, que llega tarde a lo hondo, por las mañanas y de atardecida se esconde primero. A cambio, a mediodía, se concentra y nos aprieta a la gente como si quisiera aplastarnos. Subo al borde y miro. Haber vivido aquí tantos años permite ir recordando a la gente que pasaba a tal y cual hora por tal y cual esquina, subía por aquella calle y bajaba por aquella otra, algunos tan exactamente puntuales que se podía poner a su paso el reloj en hora, aquellas inefables sabonetas que adelantaban o atrasaban casi cinco minutos diarios, como anunciándonos este tiempo de ahora, en que es inútil correr, ya nunca alcanzaremos la rapidez con que la vida transcurre por donde cuando era niño discurría con aquella calma chicha de velero casi al pairo.
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