viernes, 5 de octubre de 2007

Ir por entre la gente, para los que vivimos en los pueblos, desacostumbrados de ciudad, es un ejercicio de novedad que revela mutaciones de costumbres y tal vez de cultura. Yo llamo cultura al modo de comportarse habitualmente la mayoría de un grupo social. De ahí pueden los sociólogos destilar unos principios que deberían acuciar a los filósofos de cada época a buscar respuestas para las preguntas de su tiempo.

Como hace tiempo que abandonamos la ciudad, podemos advertir con facilidad mayor hechos reveladores de que los cambios se suceden. Un buen ejemplo sería el modo de mirar de las jóvenes. Antes, hace lo que parecen muchos años, pero fue ayer, las muchachas en flor –me critica un amigo porque suelo repetir esta afortunada descripción proustiana de los que parecen las muchachas núbiles, pero es tan acertada que no puedo evitar repetirla admirado, cada vez que la ocasión literaria o no se presenta- miraban al suelo, ahora te miran cara a cara, cualquiera que seas el que se cruza con ellas.

Es que antes era el varón el depredador, el que salía en busca de relación con la hembra de su especie. Ahora ambos, varón y hembra de la especie humana, son depredadores a la vez. Han mudado las costumbres, con ellas la cultura del grupo, de éste de que formamos parte, porque hay otros en el mundo donde todavía forma parte del hecho cultural la lapidación de la adúltera, pongo por ejemplo.

Antes buscábamos una mirada, ahora las miradas se cruzan como en un lance de esgrima. Los más viejos, para quienes esta novedad es más sorprendente, somos los que cedemos en estos lances.

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