En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
jueves, 18 de octubre de 2007
Me han puesto una vacuna y compré un altavoz y un libro, el libro cuenta el caso, dice su solapa, de una rata culta, nacida en el sótano de una librería en Boston, en la década de los sesenta. Aprende –sigue diciendo- a leer devorando las páginas de los libros y se convierte en una rata culta, pero a la vez, repudiada por su familia, en una rata solitaria. Los que me conocen saben que me encanta este tipo de literatura imposible, salpicada de ingenua puerilidad. No quise leer más de la solapa, para que no me reventase la totalidad de un sugestivo argumento, lleno de posibilidades. La novela, o el cuento, ya os contaré, se llama Firmin y está escrita por alguien llamado Sam Savage, nacido, según la otra solapa, en Carolina del Sur y hoy residente en Madison, Wisconsin. Es doctor en filosofía por Yale y ha sido mecánico de bicicletas, carpintero, pescador y tipógrafo. Firmin es su primera novela, al parecer editada por una pequeña editorial de Minneápolis, “fuera de los grandes circuitos editoriales”, Si antes la cosa parecía llena de posibilidades, ya me diréis, a la vista de biografía como la descrita bajo una fotografía de un señor despeinado y con flotante barba que viene retratado encima. El relato, según mi olfato de lector impenitente, tendía que ser bueno, pero he de confesar que con frecuencia mi olfato yerra y me traigo a casa cosas literalmente insoportables, que dejo con mucho cuidado en la papelera para que sus increíbles personajes no se lastimen por lo menos en mi casa, antes de llegar al vertedero. No soy tan inexorable como don Miguel de Cervantes, que aprovechó los capítulos de su Don Quijote de la Mancha para quemar un rimero de libros. Pienso que los libros no deben quemarse nunca. Tal vez de la papelera o del vertedero los recoja alguien a quien por alguna para mí inimaginable razón podrían ser útiles o de algún modo enrequecedores.
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