Hay que añadir a cada ilusión cada día un sueño para así añadir a cada día de vida otro o tal vez muchos y construirse vida tras vida, como una de aquellas torres que si no salía el cero, nos dispensaban los barquilleros de los parques de mi niñez. No debe renunciarse nunca a la esperanza relegada al sótano o al desván porque jamás pareció haber tiempo ni ser ocasión. En realidad los hubo, pero estábamos enganchados a la carroza de las prisas, demasiado atentos a lo banal cotidiano y así fuimos perdiendo una tras otra las ocasiones de visitar los lugares donde desconocidos nos esperaban, hombres y mujeres, todos con algo nuevo, interesante, inédito, que decirnos y ahora atragantados o que es posible que hayan dicho a otros lo que nosotros deberíamos haber escuchado con la debida atención. Y cada uno, además, nos lo habría dicho en su idioma, y ahora mismo seríamos políglotas y capaces de entender las palabras de amor de más gente sin duda tan enamorada como nosotros mismos de la vida.
Que duele –me dices- vivir. Pues claro que duele. Si no doliera ¿cómo podríamos disfrutar de la efímera calma, del sosiego de estar flotando en un rayo de sol, como átomos de polvo, embriagados por el ritmo con que la luz se compone sin cesar sonando todos sus colores?
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