En cada país debería existir un espacio para disconformes, territorio con organización o caos diferente, donde poder salir a respirar cuando agobiase la falta de sintonía con un o unos gobernantes con cuyas decisiones no se estuviera habitualmente de acuerdo. Lo malo es que en tal república de las nubes haría falta otro sistema organizativo y podría darse el caso de salir de uno malo para entrar en otro peor. Aún así debería poderse probar, con la garantía, claro de que en su caso no nos atraparía otra caterva de, en ambos casos en nuestra desde luego subjetiva opinión, todavía más insuficientes, caprichosos y peligrosos que los otros. Utópico, claro. Y difícil. Pero la dificultad no debe arredrar nunca al hombre. Si no, estaríamos en las cavernas aún, o, cuando más, residiendo en unas atractivas viviendas lacustres, Si la Venecia actual, somnolienta, brumosa, irreal, procede de un poblado lacustre, no podían ser tan malos.
Y al fin y al cabo, nada, por malo que parezca a alguno, es, en este mundo de equilibrios, tan repelente, cuando en realidad bueno y malo casi siempre se equilibran, y cada disgusto viene seguido de una alegría, y cada satisfacción de un quebranto. Parece que no se puede más y alguien escribió un libro hace mucho tiempo o ayer mismo, o lo está imprimiendo en este preciso momento, cuyas páginas sirve de cobijo y sosiego. Y se sale de la lectura, o de un paseo solitario en que escuchaste un nuevo tono de esa armonía universal que abarca desde el trueno hasta el susurro de las hojas que mueve el aleteo de un pájaro fugitivo, con la capacidad de comprender y de amar renovadas, briosas, llenas de fe y de esperanza.
Es cosa como de la sucesión del día y la noche, con sus dos crepúsculos, de miedo y de esperanza, que recíprocamente compensan y equilibran lo oscuro con la luz, sucesivo contraste que nos va desgastando y a eso le llamamos edad, vida, tiempo …
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