En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
martes, 25 de agosto de 2009
Habrá habido, digo yo, indios sin nada que hacer, habrán dado un paseo por el borde del río. Los ríos de los indios no tendrían puentes, sino vados. El indio habrá vadeado el río. Con cautela, si era otoño, por venir el agua crecida, con aspecto de torrentera. En otoño ya no bajan los osos al río, los enormes oso grises, porque en otoño ya ni bajan salmones desovados y no tienen los osos qué comer junto al río. Nuestro indio, porque ya lo ha creado la imaginación y de algún modo nos pertenece, rebusca bayas de otoño. Yo no sé si hay castañas en el territorio indio de entonces, tal vez hoy ya una gran ciudad. En la planicie que imagino para que el indio exista, cuando yo lo imagino, no hay ciudades, no ha llegado todavía el voraz, audaz, impetuoso e insaciable hombre blanco, ni mucho menos, detrás, los casacas azules de las pelis del Far West. Nuestro indio es, esta tarde, feliz, porque ni ha de salir de caza ni su tribu está en guerra con ninguna vecina, de modo que le es posible perder el tiempo por las cercanías del río, en este atardecer de otoño, rebuscando bayas silvestres y castañas primerizas, que tal ves sea demasiado pronto para pretender que las haya. Suenan esos ruidos que dentro de cierto número de años ahogará el de las industrias, los trenes, los aviones y los coches en marcha. Suena el rumor del río, solemne, el estremecimiento, casi escalofrío, de las ramas de los árboles cuando las toca el viento, tal vez enamorado. Suena la cascada, un poco más abajo del vado. Son ecos, piensa el indio, de la voz afortunadamente inaudible del Gran Manitú. Si la voz del Gran Manitú fuese audible, al indio no le cabe la menor duda de que el mundo estallaría en mil pedazos. Mejor así, escuchar lo que puede que no sea más que el eco de su eco, soportable para el oído humano y para la subsistencia del mundo, tan difícilmente equilibrado. El indio se sienta, a la vista del río, en el santo suelo, junto a un árbol de corteza lisa, cuyo tronco le sirve de respaldo, y sueña con cierta india que le tiene sorbido el seso. Una ardilla se acerca, a prudente distancia se detiene, se sienta y roe algo parecido a una bellota, puede que una avellana o una nuez Se miran, el indio y ella. El indio sonríe. La ardilla lo haría, pero no puede, no sabe. El sol, curioso, lo mira todo por entre la hojarasca y aparta con sus dedos de luz un poco una rama para tocar un mocasín del indio. Ya digo, atardece.
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