martes, 4 de agosto de 2009

“Estoy meditando sobre la conveniencia de dejar de leer el periódico, sellar la radio y lacrar la televisión. Regresar a la incomunicación del humano anterior a la que llamáis civilización, que a la larga desemboca en esto, una y otra vez, como acredita la historia, a medida que prosperó cada imperio conocido. Una incomunicación relativa, claro está, puesto que al limitarse al reducido círculo de semejantes que nos rodea, la relación se hace más estrecha”.

Lo dice un personaje de invención, y otro le contesta:

“Podría ser peor el remedio, dado que esa relación ahora sería más intensa y provocará sin duda sensaciones a veces insoportables”.

Se escapan, siempre lo he dicho, los personajes que inventas para articular el microcosmos de un libro, esa especie de pecera o de escenario en que se mueven y descubres que en seguida se les ocurren cosas que tú no habías pensado. Y empieza ese dolor íntimo de que alguien que debería obedecerte haya logrado cobrar vida propia y te exige su propia coherencia y capacidad para concebir ideas y llegar a mayores conocimientos y conclusiones que con sinceridad creo que, en mi caso, a mí no se me habrían ocurrido.

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