domingo, 23 de agosto de 2009

Sale hoy mi pueblo, le dicen villa, de festejos de verano, todavía no muy consciente, entre dormido y despierto, con resaca evidente y pereza entrecortada por los quejidos estomacales derivados del exceso recién culminado, y se advierte todo ello en cómo salen renqueantes a la calle los restos del mocerío vociferante y saltarín de estas noches recién pasadas, las vesperales del que llaman día grande, de claro en claro, sin dar paz y sosiego al meneo corporal de cada cual y su restriego con el ajeno del sexo contrario, salvo las excepciones que porcentualmente corresponden. Se les advierte sin ánimo. Incluso más vestidos, como si reciente exceso hubiera desgastado las tersuras tan generosamente hasta ayer exhibidas, y no sólo camino de la playa. Comprende uno la nostálgica tristeza del coro sanferminero del “pobre de mí”, que inicia aquí el sueño del “año que vien”, como consuelo de que éste se haya ido la fiesta mayor, cuando, como dice el himno “despiertan a los vecinos a golpe de volador”. Mi villa, o por mejor decir, la villa que me contiene, tiene, como la cuna de la oración infantil, cuatro esquinitas: dos religiosas, una profana y la cuarta mitad y mitad, o, diría yo que un setenta por ciento de laica y el restante treinta de semireligiosa. Son, respectivamente, la Semana Santa, la Navidad, el Carnaval y estos festejos de verano, que, más que la presidencia, tienen la excusa de san Timoteo, cuyo nombre invocó sin precedente conocido de su veneración hace noventa y nueve años éste, un conocido conciudadano, que convocó a sus amigos, conocidos y público en general a celebrar la que ha venido siendo una jocosa romería a que afluyen propios y extraños con extraordinario entusiasmo, creciente nostalgia y un éxito cada vez mayor y más evidente, pese a los estragos que los años hicieron en la idea primera de una merendola campestre de cierre de veraneo. Su celebración ayer, un día radiante de sol, pone de algún modo fin a la tregua veraniega y a la concurrencia en casa de los más pequeños, que ahora al irse, nos dejan ahogados con la ausencia de sus gritos, en el recuerdo de otros que se fueron al otro lado del espejo y allí nos aguardan quiero creer y por lo tanto creo que con una sonrisa de antemano consoladora.

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