Se me calla, a veces, la voz, ella sola, y me deja inertes, silenciosas, las manos, sobre el teclado sonriente –aseguro que lo “veo” sonreír, con las teclas, sus dientes, ofensivamente blancas-, de esa misma desesperante manera con que la música se burla de mi absoluta incapacidad de leer una partitura o de entender cómo es posible que parezca tan fácil hacer sonar una gaita o un piano y cuando yo pongo en ellos las manos no hacen sino ruidos inarticulados, como si se asombraran o les doliese a ellos también mi incapacidad de expresión musical, con lo que en cambio disfruto escuchando la música hecha por otros e interpretada por los privilegiados que saben hacerlo.
Me preocupan los días sin aportación al blog, al cuaderno, a las páginas inéditas de poesías que se van hilvanando los demás días, porque tengo por seguro que habrá un día en que escriba la última letra de la última palabra que haya de escribir, todo continuará siendo igual y el silencio sin embargo me habrá apresado como a tantos otros antes, malos y mediocres escribidores, como yo me supongo cuando a más me atrevo, otros tan geniales que resultaron capaces de sobrevivirse en incontables lectores.
Resulta apasionante considerar este ir y venir de unas y otras gentes, cada una con su capacidad o sin ninguna aparente –estoy seguro de que todos, absolutamente todos, dándonos o no cuenta de ello, hemos servido para algo en el plan de la creación y su desarrollo, en la torrencial historia del hombre-, que hemos de sucedernos y sólo algunos, ignoro si privilegiados, pueden dejar y de hecho dejan huellas visibles, que las hay que duran incluso siglos, aunque no sea más que para advertir lo equivocados que estuvieron al decir, hacer o pensar lo que dijeron, hicieron o pensaron.
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