sábado, 26 de junio de 2010

Hasta muy entrada la mitad del siglo XX no sabíamos lo que era el fin de semana. Teníamos, durante el bachillerato, clases los sábados, como los demás días. Descansábamos el domingo. Supongo que alguien lo habría inventado ya, pero nosotros no sabíamos del invento. Aún nos duraba el eco de las guerras recientes y ni se nos había ocurrido este fenómeno de que, pasado cierto tiempo, desde el mediodía del viernes hasta un momento incierto de la mañana del lunes, se dejaría de trabajar, dos días y medio o tres, de cada siete.

Transcribo una vez más de Davies, segunda novela, Manticora, del tríptico de Deptford: “he visto –dice uno de los personajes- con claridad meridiana la flagrante grosería de los ricos cuando se autoafirman de ese modo, la he visto incluso en sus manifestaciones más asqueantes, pero puedo jurar por lo más sagrado que el orgullo, el amor propio desmedido de los pobres convencidos de tener pleno merecimiento es punto por punto igual de repugnante”.

Alguien tendrá que revisar para la sociedad que viene lo absoluto de algunas fábulas, axiomas y definiciones.

Deberemos revisar que la venda que debe tapar los ojos de la justicia cumpla su función y no deje rendijas por donde echar una mirada a ver de quién se trata. No deben destaparse esos ojos más que para el estudio y el amor.

Cada apartado de los antecedentes tiene que ver de alguna manera con los otros, justo hoy que los famosos veinte y sus invitados andan dándole vueltas al modo de que el alborotado hormiguero social se reintegre a una pacífica rutina. A mí me parece que no va a poder ser. Que ocurrirá como cuando las guerras sacudieron el pacífico paisaje de la Arcadia supuestamente feliz y se dispersaron pastores y labriegos, estudiosos y poetas, tontos de pueblo y premios Nóbel, de pronto peregrinos todos indiscriminadamente en el camino iniciático del Mundo Feliz de Huxley.

Sólo que no hay mundo feliz, sino el que hay, y de pronto todos habían visto mundos y paisajes inimaginables hasta entonces para ellos.

Los soldados que volvieron, no eran los mismos. Nadie vuelve atrás, se llamaba una novela de Alba de Céspedes que recuerdo haber leído a ratos libres de mi primer campamento de la Milicia Universitaria, allá en Robledo, entre La Granja de San Ildefonso y Segovia, al pie del cerro de Matabueyes, mientras unas tiendas más allá Julio Salgado componía la música de Margarita se llama mi amor, para la novena compañía del segundo batallón de la siempre fiel infantería, que mandaba el capitán Horrillo. A ver –nos había dicho- si son ustedes capaces de inventar una canción distinta, propia de la compañía. Julio Salgado Alegre, fecit.

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