Un viaje largo para una estancia corta, que me permite, sin embargo, admirar la ciudad, siquiera sea apenas entrevista en un paseo mañanero de sol, calor, cuestas empinadas, barrancos y aguas claras, allá en el fondo, entre espuma y follaje. Sobrecarga de turistas y menos mal que no resultó cierta aquella convicción de los aborígenes de no sé que país que se negaban a que los retratasen porque en la fotografía se les podría arrancar parte del alma o el equivalente de su cultura. Si hubiera sido así, ahora, con lo de las cámaras digitales, se nos habrían ya llevado los turistas un pedazo importante del alma de las Españas varias y variopintas.
El Parador, como casi siempre, es un viejo caserón, en este caso un convento, remozado y con un claustro que a pesar de cales, pinturas y estucados diversos, conserva espíritu, fuente rumorosa y varios cipreses de su memoria, “enhiestos surtidores de sombras y sueños”, parodio nada más salir y sentarme en uno de sus sillones de mimbre, entre el silencio y la semisombra, con el ruido del agua acurrucado a mis pies. Parece que sea por lo menos pecado venial hablar de crisis y economía en este recinto marcado con piedra, rodeado, amurallado de fe antigua y por ella aún evidentemente defendido de las prisas de la época.
Pasan, altas, unas nubes escasas, de esas que usa el sol, los días de sol, para limpiarse bien el capote azul pálido de los amaneceres de Castilla, donde los molinos estaban, como había previsto, pero ahora se han disfrazado de plástico blanco, estilizado, dicen que modernizado.
El modernismo, sonrío, será dentro de poco memoria.
Pasan palabras, en la escasa brisa de la sombra del paredón descascarillado del barranco de afuera, componen versos, pero no los apunto. Son demasiado hermosos para que yo los estropee escribiéndolos a mi torpe manera.
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