viernes, 4 de junio de 2010

Me ha hecho gracia esta tarde, presentando un libro cruzado, él, el mío, yo, el suyo, con un amigo, me pidieron que leyese alguno de los poemas que contiene el mío. No sabéis –les dije- el peligro que entraña pedirle a un autor que lea parte de su obra. Os ponéis indefensos a su merced. ¡Qué puede ilusionar más a un poeta que recitar sus producciones! Os salva mi sentido crítico –añadí-, por un lado y por otro el pudor que me queda y me atenaza siempre que hablo en público, avergonzado como lo hago, de la propia incompetencia, que en seguida advierto para mi capote, que sufro para comunicar mi interpretación del milagro de vivir y poder comunicarse y enamorarse. Lo único malo –dije a la periodista que me preguntó- es que estoy convencido de que el mundo es un equilibrio en que lo mismo son necesarios para que existan el día y la luz, la noche y la oscuridad, que la pobreza y la tristeza para que existan riqueza y alegría. Y por eso es tan cierto lo que hace ya tanto prologaba Sommerset Maugham en uno de sus libros traducidos allá por los años cuarenta y cincuenta, de que vivir arduo y difícil, es como caminar por el filo de una navaja.

A los poetas de verdad, cuando recitan, casi siempre hay que ponerles al lado a alguien que les tira de la ropa cuando ya se están pasando en lo de recitar “parte” de su obra.

Mi “presentador” sí que es un periodista capaz de contar lo que pasa a su alrededor con una excelente, envidiable y desde luego envidiada prosa poética. Sospecho que escribe poesías, pero no se lo cuenta a nadie, porque un periodista, para serlo, tiene que disimular, que sigue creyéndose gran parte de los lectores, que los hombres no deben llorar.

Y, hablando de otra cosa, he advertido hoy con cierto asombro que hay personas que consideran que la vida es una molestia inevitable para poder estar vivos. Tal vez son una casta especial. Desprecian el poder, el dinero y hasta el conocimiento. Les basta sentir la vida, vivirla, pasar por ella impregnándose de todo, pero sin querer llevarse nada de lo que van teniendo alrededor. Pagan el alto precio de ese desconcierto con que se enfrentan a la dura realidad las pocas o muchas veces que se ven obligados a enfrentarse con ella.

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